La LEYENDA de la Casa del Duende en Guadix
Siguiendo con leyendas que se conocían en el Guadix de finales del siglo XIX hoy traigo a colación una que nuestro insigne escritor accitano Torcuato Tárrago y Mateos le contaba a su sobrino José Mª García-Varela y Torres, que firmaba sus colaboraciones y artículos que aparecían en el semanario “EL ACCITANO” con el seudónimo de Garci-Torres.
Esta leyenda o narración popular que cuenta un hecho real o fabuloso y que va pasando de generación en generación por transmisión oral, se refiere a fantasmas o duendes que había en una casa situada en una calle del Guadix antiguo y que actualmente es conocida como la calle del Duende (es la calle que va desde la placeta del Conde Luque hasta la calle Torno de las Monjas).
Esta es la transcripción de la leyenda y que aparece en el semanario “EL ACCITANO” de 1899 hace ahora la friolera de 124 años:
“Allá por el año de 1830 había en esta población, en el “Torno de las monjas”, una casa grande, destartalada y ruinosa, completamente abandonada y al servicio de todo el que quisiera entrar un ella. ¡Quién penetraba! ¡Quién era el valiente! Nadie, en razón a que se le llamaba la “casa del duende” y no, según los curiosos vecinos, en balde. Efectivamente, en las altas horas de la noche, decían los buenos accitanos que por allí habitaban, se oían ruidos de cadenas, voces broncas, una música especial, danzas, conversaciones, qué sé yo cuántas cosas más, que los tenía aterrados y empequeñecidos.
Aquella casa estaba llena de duendes, brujas y fantasmas y nadie, absolutamente nadie, se atrevía a traspasar sus umbrales, aunque les valiera la salvación de su alma у la bienandanza de sus cuerpos. Es más, por aquella calle no había bicho viviente que transitara de noche, ni aun los más intrépidos se “arrojaban” a tal empresa y, cuidado, que entre aquellos había en gran escala desertores de presidio, jugadores de pequeña y baja estofa, matones de profesión, borrachos recalcitrantes e impenitentes, hombres de pelo en pecho.
El horror a los habitantes de la casa tenía sobrecogidos a todos y no había que aventurarse a penetrar allí.
Pero sucedió que una “turba” de borrachos, de los muchos que en aquel entonces existían aquí, allá y acullá en las poblaciones que por más adelantadas y cultas se tenían, bebieron una noche “mosto” en gran cantidad y, ya “calientes”, concibió uno de ellos la idea de hacer una “buñolá” en la celebérrima casa del duende, idea que fue secundada por todos y se estipuló la imposición de la multa del pago del vino depositado en los estómagos de todos, a aquel cobarde, faltón, “melindrín” que dejara de ir a la casa. Fueron a las tiendas y compraron el mosto, la harina y el aceite que supusieron se había de gastar en la comilona. Item más, vieron a una “barbiana” (atrevida, dispuesta), que entonces vivía al pie de la Torre de Ferro (Torreón del Ferro), para que les hiciera los “guñuelos”.
Ella opuso resistencia, pero fueron tantas las seguridades que le dieron, ponderaron tanto el valor de la reunión y le brindaron tantas copillas de lo tinto, que, aunque no hizo sino desflorarlas en pequeña porción, se le pegó el valor y la decisión de sus anfitriones y todos juntos marcharon a la celebérrima casa. Se encendió una candela que daba vida, se acercaron los anafres, cacerolas y demás utensilios, se hizo la masa, se vertió el aceite, que pronto se puso a punto, la “guñolera” hechó el primer “guñuelo” en la perola y a los dos minutos salió de ella redondo, rubio, retostado y apetitoso. Después hizo otro y otro, una fuente y más tarde otra. Los comensales bebían, charlaban, contaban cuentos y se burlaban de los duendes y de las brujas de aquella casa. La “guñolera” anunció que era preciso traer más aceite, porque se había acabado el que se compró y quedaba aún mucha masa que “enguñolar”.
Dos de los asistentes sе preparaban a ir por el aceite y cuando cogieron la “vasija”, de repente, de súbito, sin que nadie se diera cuenta por dónde había penetrado, apareció en la cocina donde estaban un “aceitero” tan grande como un niño de cinco años con un borriquillo tamaño como un choto, cargado de pellejitos de aceite gritando con voz estentórea: ¡quién compra aceite!
Todos fueron presa de terror. ¡El duende!, ¡el duende!, dijeron у echaron a correr por las escaleras abajo presas del terror y del miedo. Allí dejaron lumbre, enseres y buñuelos y nadie osó permanecer un momento siquiera. Algunos estuvieron a la muerte del susto. La casa adquirió peor fama de la que tenía y nadie volvió a entrar en ella en luengos años. ¡Qué habían de entrar! ¿Sería aquello hijo de la imaginación exaltada de los vecinos primero y después de los borrachos?
Es probable, porque la existencia de los “duendes” era cosa de los hombres que hacían miedo para alejar a los demás de los sitios de sus fechorías. La casa se reedificó después y hemos visto en nuestros días que se ha habitado por la familia del médico Palma.
Este cuento lo contó varias veces al que lo cuenta hoy su tío don Torcuato Tarrago y Mateos у como cuento lo traspasa a la posteridad estampándolo en letras de molde. Garci-Torres
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EL ACCITANO. AÑO IX, nº 387 de 13-4-1899
Recopilado por José Rivera Tubilla