La CUEVA del MONJE, tradición accitana

La CUEVA del MONJE, tradición accitana

Hoy me permito transcribir otra leyenda o tradición sobre la conocida por muchos accitanos y accitanas como “La cueva del monje”.

No sé ahora, pero yo recuerdo con nostalgia que en mis años mozos alguna que otra vez nos poníamos de acuerdo los amigos de la pandilla para hacer una incursión por la zona donde estaba, para unos “el rey y la reina” y para otros “el diente y la muela”, y trepar hasta la “cueva del monje”, cueva que para nosotros “chiquillos” todavía guardaba cierto misterio.

El texto de esta tradición apareció en el semanario “EL ACCITANO” en su número 797del año 1908 (hace 115 años), escrita el 1 de enero de 1906 por el director de este semanario el abogado y escritor accitano José Requena Espinar.

Esta es la transcripción:

“Detrás del Humilladero, risueño alcor que se levanta coronado de verdes olivos, en la riquísima vega de esta ciudad, existe aún una pequeña excavación a la que por todos los naturales de este país se le da el nombre de la “Cueva del Monje”.

Es tradición oral que cuando los árabes se posesionaron de esta población en el siglo VIII, andando los tiempos, vivió en ella un hombre de cristianísimas virtudes que huyendo de la persecución y martirio a que aquellos infieles condenaban a los sectarios de Cristo, se retiró a aquel antro troglodita, viviendo allí ignorado y escondido de naturales e invasores, ejerciendo él solo las prácticas evangélicas que acostumbraban hacer los que tuvieron la dignidad de encerrarse en las catacumbas.

Este voluntario eremita no vio los rayos del sol en muchos años y sólo en las sombras de la noche acostumbraba a salir de su miserable escondite a fin de recoger algunas hierbas que era el único alimento de su frugal y obscura existencia.

Un día se acercaron adoradores de Mahoma a aquel antro profundo y oscuro y por un milagro de la Providencia no lo vieron por estar él reclinado en el último rincón de tan larga madriguera.

Él observó lo que pasaba y entrando en temores de que el registro pudiera repetirse en aquella misma noche con unas pobres alforjas al hombro y un burdo y tosco cayado, por en medio de montes y tierras, atravesando terrenos abandonados e incultos, tomó el camino de Córdoba, llegando sano y salvo a la capital del Califato, donde él sabía que vivían muchos cristianos amparados por la rectitud y bondad de los eminentes Califas de aquella Corte que llegó a ser el emporio de las ciencias y las artes en España, tal que los hijos de los reyes cristianos eran mandados a aprender a sus madrazas lo que las ciudades dominadas por los reyes descendientes de Pelayo no abrigaban en su seno.

Allí, cuenta la tradición, nuestro eremita trabó relaciones con muchos antiguos conocidos de la ciudad de Acci que habían madrugado más que él para ponerse a salvo de las asechanzas insidiosas del pueblo muslímico.

¡Mas cual fue su dolor al acordarse que en la cueva abandonada había dejado abandonada también una Virgen de marfil que su cariñosa madre le había regalado poco antes de morir, con encargo de que no se separara de ella jamás! ¡Tanto le preocupó este recuerdo, tan ingrato se miró, que determinó volver por el mismo camino a encontrar su adorada Virgen para llevársela a Córdoba! Con la misma facilidad que había llegado a esta ciudad regresó a Guadix.

Pero como Dios dispone que los que han de ser suyos no puedan escapar de las contrariedades adherentes a una vida de mártir, cuando otra vez regresaba a Córdoba una partida de moros lo sorprendió al pie del monte del Mencat y lo trajo a dormir al cortijo de Lopera, pero aprovechando un descuido, en ocasión de verlos dormidos, escapó río abajo hasta la junta de los dos ríos y remontando el de Guadix vino a parar otra vez a la “Cueva del Monje”. Aquí, oculto en su antiguo cubículo, semejante a una fiera, no se atrevió ni aún a salir algunas noches a buscar provisiones.

Demacrado y triste, lleno de mil angustias vivía el pobre azorado y con temor hasta que la Providencia dispuso que aquella alma dolorida subiese al cielo por medio del martirio. Una mañana del mes de abril cinco o seis moros merodeaban por las cercanías de la cueva haciendo leña para sus respectivos lugares. Uno de ellos vio la boca de la cueva e internándose en ella al poco rato salió convidando a los demás a que entrasen con él e inspeccionaran aquel antro, pues tal vez sería alguna madriguera de alimañas y él se había acobardado al llegar a la mitad de ella. Le siguieron los otros y no retrocedieron hasta que llegaron al fin. El pobre monje estaba oculto en el último rincón.

Uno de ellos distinguió el bulto y llamando la atención a los demás compañeros llegaron a él con palos y armas arrojadizas. El infeliz sollozó y les pidió que no siguieran en sus agresiones, que él era un infeliz cristiano que huyendo de sus persecuciones estaba oculto en aquel sitio siendo un ser indolente, hombre de paz. Aquellos empedernidos corazones lo sacaron al aire libre y golpeándole y maltratándole a golpes y bofetadas ataron al infeliz a un árbol cercano y con toda clase de armas contundentes le magullaron el cuerpo dejándolo como si estuviese muerto y aquellos verdugos se volvieron a la ciudad contentos y satisfechos de su mala acción.

Cuenta la tradición oral que cuando desaparecieron una joven blanca como la luna, bella como la ficción más bella que pueda crear la mente de un poeta se acercó al infeliz, desató sus ligaduras y le curó instantáneamente de las heridas que le habían inferido aquellos bárbaros ordenándole que siguiese sus pasos sin perderle de vista. Nuestro monje, llevando por guía a aquella esplendorosa doncella entró en Córdoba donde fue recibido por otro compatriota célebre en los fastos de la historia eclesiástica de España. La doncella que le guio se convirtió a vista de los dos en una pequeña estatua de marfil igual a la que la madre de nuestro monje le dio al tiempo de su muerte. En Córdoba recibió el martirio al lado de su ilustre compañero (S. Fandila) por negarse a observar y acatar las prácticas de Mahoma.

Esta es la tradición de la “Cueva del Monje”, cueva que aún pueden visitar los vecinos de aquí y que efectivamente la visitan en las hermosas tardes de primavera y en las hermosas noches del estío, cuando la luna impera sobre nuestro saludable y despejado horizonte para gozar del ambiente puro que allí se respira, pues el valle risueño que se extiende al pie del pequeño alcor, llamado Humilladero, es un edén debido todo al buen cultivo de sus productoras tierras, a la exuberante vegetación que crece en sus alrededores y a las aguas purísimas y límpidas que en pequeñísimos arroyos bajan de la fuente que domina aquellos terrenos que más bien son hoy pensiles de hadas por estar bordado tan bello valle de plantas vivaces que en todas las estaciones recrean la vista con su eterno verdor.

La cualidad superior de aquel retiro es la paz que presta al alma de un hombre que allí se solace algunos días recordando las páginas de una obra, de un libro, siempre que su lectura esté en relación con todo aquello que proporcione la felicidad terrestre y enseñe a vivir honestamente, a no hacer daño a nadie y a dar a cada uno lo que sea suyo.

J. Requena Espinar Guadix 1º de enero de 1906.

Recopilado por José Rivera Tubilla

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EL ACCITANO. AÑO XVIII, nº 797 de 15-3-1908

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