Guadix, 18 de Abril de 2014.
“En el año 630 d. C., Heraclio, emperador de Bizancio, tras derrotar al rey de Persia, Cosroes, recuperó la reliquia de la Santa Cruz que éste se había llevado de Jerusalén catorce años antes.
Cuando iban a colocar de nuevo la preciosa reliquia en la basílica que Constantino había erigido en el Calvario, ocurrió un hecho extraordinario que la liturgia recuerda el 14 de septiembre con la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. «Heraclio —se leía hace años en el oficio de esa fiesta—, revestido con ornamentos de oro y piedras preciosas, quiso cruzar la puerta que da al Calvario, pero no podía. Cuanto más se esforzaba por seguir, más se sentía como clavado en aquel lugar. Estupor general. Entonces el obispo Zacarías le hizo notar al emperador que tal vez aquellas ropas de triunfo no condecían con la humildad con que Jesucristo había cruzado aquel umbral llevando la cruz. Inmediatamente el emperador se despojó de sus lujosas vestiduras y, con los pies descalzos y vestido como un hombre cualquiera, recorrió sin la menor dificultad el resto del camino y llegó hasta el lugar donde había que colocar la cruz».
Hermosa historia que nos habla del poder y del sentido de la cruz del Señor, centro del esta celebración del Viernes Santo en la Pasión de Cristo. Mirando a la cruz, y no sin hacernos violencia interior, se revela el amor de Dios a los hombres. La historia de la pasión, que hemos proclamado del evangelio de San Juan, es la historia de un amor sin medida, hasta el final.
Es esta una tarde para contemplar, una tarde donde habla el silencio que no se deja profanar por palabras que ocupen la mirada del corazón. Es una tarde para estar y no para especular, como rezamos en la Liturgia de las Horas, le decimos al Señor: “Y sólo pido no decirte nada estar aquí, junto a tu imagen muerta”. Es una tarde para la unión íntima y entrañable con el Señor, para la identificación, para la solidaridad. El sufrimiento del justo me conmueve, me afecta.
La profecía del Isaías, en el cuarto cántico del Siervo del Señor, presenta el rostro dolorido de Cristo, el Siervo, al tiempo que nos invita a mirar el triunfo del amor, mirar al que es “el más bello de los hombres”, al que tendrá éxito, el que fue rechazado, ante el que se espantaron “porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”. Sí, el mundo lo entiende como un fracaso, no puede aceptar esta victoria de Dios sobre el pecado, sobre el mal. El Siervo es despreciado y desestimado, pero “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores”, “cargó con nuestros crímenes”. “Sus heridas nos han curado”. Misterio de dolor, misterio de amor. A fuerza de banalizar el amor hemos vaciado el amor. “Dos cosas hay que revelan al verdadero amador y que lo hacen triunfar: la primera consiste en hacer el bien al amado; la segunda, superior en gran medida a la primera, consiste en sufrir por él” (R. Cantalamessa, La fuerza de la cruz, p. 28). El amor verdadero lleva consigo el sufrimiento por aquel que se ama; porque me ama, sufrió por mí. Dice San Pablo: “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). El viernes santo es un buen momento para volver al verdadero amor, a rechazar los sucedáneos del amor que no salvan. Cómo puede entender un padre o una madre el corazón de Dios. ¿Puede quedar Dios, nuestro Padre, impasible ante el pecado del hombre que lo ha destinado a la muerte? Dios actúa por amor, y el Hijo que es Dios, se ofrece voluntariamente para salvar a los hombres entregándose por ellos.
La cruz es una demostración de la fuerza de Dios en nuestra debilidad. Como hemos escuchado en la carta a los Hebreos: “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”. Sólo en nuestra debilidad, y desde ella, Jesús nos ha liberado del peso del mal que nos aplastaba. La salvación es solidaridad de Dios con el hombre. Dios nos salva desde nuestra propia humanidad.
La pasión y la cruz son también un camino y un ejemplo para todos nosotros. Estamos llamados a seguir el camino del Señor teniendo sus mismos sentimientos. Es frecuente que queremos rechazar la cruz, que la vivamos como una necedad o una maldición. Ante la cruz solemos rebelarnos. De hecho, una de las causas más importantes de la increencia del mundo moderno es el escándalo ante el mal del mundo, concretamente, ante el sufrimiento de los inocentes. El silencio de Dios en estas situaciones cuestiona a muchos, y a otros los aparta de la fe en un Dios bueno. Sin embargo, la cruz es la manifestación más clara de la postura de Dios ante el sufrimiento de los hombres. La cruz mirada con fe es la respuesta al mal de mundo y el horizonte de un futuro sin luto ni dolor. “No es la imposibilidad de explicar el dolor lo que hace perder la fe, sino la pérdida de la fe lo que hace inexplicable el dolor” (R. Cantalamessa, op. cit, p 66).
Los cristianos, siguiendo el ejemplo del Señor, hemos de bajar también hasta el hermano necesitado. Son muchas la cruces que todavía hay clavadas en la arena del mundo. Los migrantes, los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, los que son objeto de la trata de personas, la mujeres y los niños por nacer; sin olvidar a los que no tiene trabajo, a los que han sido descartados por el mercado son muchos de los rostros del Crucificado hoy. La cercanía a la cruz se traduce en cercanía al hermano, una cercanía real y efectiva, donde se pueda ofrecer la ternura del encuentro, de la acogida, de la comprensión, de la aceptación del otro en su dolor y en su soledad, incluso en el sin sentido. En este sentido nos dice el Papa: “Porque, así como algunos quisieran un Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo” (EG, 88).
Hoy, tenemos especialmente presentes a nuestros hermanos, los cristianos de Tierra Santa, que pasan por situaciones de necesidad, en un aislamiento que los empobrece y les hace difícil confesar y vivir la fe. Los sentimos muy cerca y pedimos al Señor por ellos.
La cruz, queridos hermanos es el signo que nos identifica y el arma para nuestra defensa. En ella está nuestro futuro y nuestra esperanza; en ella nos refugiamos contra el Malignos y nos agarramos en nuestra debilidad. La cruz es el cayado con el Moisés venció al enemigo y sacó a Egipto de la esclavitud para llevarlo a la tierra de la libertad. “La cruz eleva y empuja hacia lo alto. Por esta razón, no es solamente símbolo, sino arma poderosa de Cristo, el cayado del pastor con el que el divino David sale al combate con el Goliat infernal, y con el cual llama con autoridad a la puerta del cielo y la abre. Desde entonces fluyen torrentes de luz divina que envuelven a cuantos siguen al Crucificado” (Edith Stein. Santa Teresa Benedicta de la Cruz).
Terminemos con estas bellas palabras de un autor cristiano del siglo III, Hipólito, que nos dispongan a adorar el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo, haciendo presente antes en nuestra plegaria a toda la humanidad:
“Oh cruz gloriosa del Señor resucitado,
árbol de mi salvación,
de él me nutro, en él me deleito,
en sus raíces crezco, en sus ramas me extiendo.
Su rocío me alegra y su espíritu
como la caricia de una brisa me fecunda.
A su sombra he puesto mi tienda.
Florezco en sus flores, gusto sus frutos exquisitos,
los cojo a manos llenas, porque desde el principio estaban destinados a mí.
En el hambre es mi alimento; en la sed, es mi fuente,
en la desnudez, mi vestido;
¡sus hojas son espíritu de vida, y ya no hojas de higuera!
Augusto sendero, mi camino estrecho,
escala de Jacob, lecho de amor donde nos deposó el Señor.
Es mi defensa frente al temor, mi sostén en el tropiezo,
mi premio en la lucha, mi trofeo en la victoria.
Árbol de vida eterna, pilar del universo,
tu cima roza el cielo, y el amor de Dios
Brilla en tus brazos abiertos”.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix