El fuego evoca tantas cosas, es a la vez pagano y sacro. Dador de vida y muerte. Azul, naranja, rojo. Su poder hipnótico trasciende nuestro consciente llevándonos a otro estado que se esconde tras dejar la mente en blanco, es un elemento fundamental también en el tao.
El fuego de los aquelarres de los cuadros de Goya. El Fuego de las ascéticas llamas del Greco. El fuego de los pordioseros de Harlem. El fuego de la noche de San Juan con olor a salitre y a luna. El fuego de las Fallas con la magnífica metáfora del Carpe diem, el fuego sobre la palma de la mano o en las velas de una ermita.
Pero nuestro fuego es el de las luminarias de Guadix, fuego coloso aunque amigo, que como la mesa de camilla nos invita a reunirnos en torno a él y cambiar impresiones y confidencias con un vino de Beas o Marchal y la vianda de tocineta o careta. Templando la guitarra y la voz ya sin mucho sentido del ridículo y con demasiado corazón.
Hace un tiempo comprando minúsculos petardos rojos de peseta en el puesto de chucherías del arco de San Miguel cabe la sillería esquina con Mensafíes o tomando carrerilla etílica en la Bicha antes de empezar el recorrido a la voz de “¡Vamos a quemarle las barbas al santo! ¡Pues vamos!”
Luminarias grandes como la de la ermita de San Antón, con los compases de pasodoble interpretados por la banda municipal y filas de personas que celebran, haciendo cola para el obsequio de tapas y vino del concejo municipal o la de Rambla Pina, a la par buñuelesca y almodovariana.
Luminarias chicas en rinconcillos de las cuevas de la Minilla o del cerro de la Magdalena o la Bala o de la calle de las hermanas Ibáñez con sólo dos miembros, un matrimonio de 80 años que a tu paso te ofrecen una patatica asá al calor y resplandor ceniza de un nochebueno.
Chiscos lúdicos y atrevidos de lampiños muchachos que han recogido leña los últimos fines de semana guardándola en los soportales de un edificio en construcción, previo soborno de un cartón de Winston al guarda de la obra, y muchachas cuyas feromonas los hipnotizan embriagándolos más que el vino y mezclándose en el aire con el olor a lumbre y a pólvora… quemada. Chicos y chicas, chicos y chicos, chicas y chicas, alegría de vivir, juventud divino tesoro.
Paisaje mágico desde la estación de un Guadix que se ilumina minutos después de haber prendido hilas y rastrojo para alimentar el fuego gigante de la imaginaria fragua.
Buñuelos y anís a altas horas en la intimidad familiar de Fátima y Gracia. Descanso en tu cama bajo la mirada de Morfeo, Baco y Dionisos y el dormitorio no del todo quieto, sueños de brujas de enjaezado pelo caoba y pechos blancos bailando con indios que se ven en los ojos del águila. Olor a humo en piel, ropa y estancias el día después para confirmar que las luminarias guadijeñas fueron verdad y no un sueño.
Ya de mañana vueltas a la ermita apelando salud. Peinadas yeguas, jinetes de camisa blanca, sombrero negro y rojo fajín. Cuña de un celemín de garbanzos tostaos, mandarinas de color butano, dátiles de Túnez, cañadú y zanahorias blanquivioletas de peculiar sabor que sólo verás allí y entonces.