Los preliminares de la feria para los zagales que vivimos en la Cooperativa siempre serán recordados por la imagen de los feriantes de los coches de choque con vaqueros de campana ajustados, piel bruñida, pelo enjaezado, paquete de Winston marcado entre el hombro y la manga y sus tatuajes de legionario. Camiones entreabiertos en la canícula donde descansaban o toldos que dejaban ver su cansancio lejos todavía las horas del neón de las atracciones.
Los niños teníamos mariposillas en el estómago pensando en el tren de la bruja, la ola, el zig-zag, el monstruo del Kilimanjaro, la noria, nos poníamos al lado del dueño de la noria – que después murió en accidente de tráfico- para cuando necesitaba equilibrar uno de los compartimentos echar mano de nosotros sin cobrarnos. Los gigantes y cabezudos y el repique de tambor me recordaba a Cascamorras, que en esos días llamaba a tu puerta y te encontrabas ese arlequín de colores solicitando una contribución. Las cucañas infantiles y los concursos de navaja y petanca de los abuelos.
Las niñas pequeñas vestidas de faralaes, los fantoches hacia el celaje color ceniza.
El Tiovivo como la ruleta de la vida, sin saber dónde parará y cuanto durará.
Tal vez la época más excitante para vivir la feria era la adolescencia. El grupo musical Saturno abría sus actuaciones con una sintonía de guitarras eléctricas que siempre me gustó, 24 kilates actuaban en el parque. La revolución de la carpa donde en tres dimensiones viajabas a mil por hora. Mujeres gitanas se acicalaban y bajaban a la feria con sus zarcillos de oro y la alegría de su etnia. Los amoríos juveniles eran a tumba abierta, aparecían y desaparecían como trileros de feria.
Los conciertos rock de Los Discretos, Alarma, Los Rebeldes, Ceronoventayuno.
Las alpacas de alfalfa de La Buhonera. El Zona al aire libre frente al instituto Padre Poveda fue el primero en permanecer abierto cuando el sol ya salía. Los primeros cigarros (More extrafinos) conseguidos a pulso en las casetas de tiro, los primeros cubalibres más amargos que dulces. Nuestro tranco a modo de islote en Placeta de Oñate, lejos del bullicio de la tómbola. Los churros, el Machaquito, la rebequilla.
Tras la rebeldía sin o con causa, ya poco importa, nos deleitábamos con las salchichas del puesto ambulante, diminuto y luminoso de las hamburguesas Uranga y bravuconeábamos a ver quien era el más machito ante la atractiva dependienta con tocado de cofia blanca y redecilla del mismo color, coronando su teñido pelo de rubia platino, si ella sonreía y nos daba cháchara pedíamos otro perrito, hipnotizados por sus ojos color avellana.
El enorme barreño metálico redondo de aleación con el aceite a borbotones como un geiser y en él las deliciosas patatas salidas con velocidad fabril y febril de las ocultas navajas de la sala de máquinas acacerolada, la tracción mecánica y circular del brazo humano escondido en la neblina de humo, las papas cayendo en “plongeon” y friéndose en caprichosas formas adunadas – disculpen pero la feria siempre ha sido por definición poética-
Pero si algo es delicioso y genuino en la feria de Guadix son los pinchitos de Cholit, ahora de sus descendientes, ¿quedamos allí esta feria y rociamos los pinchos con el limón de la “alegría”?