Sufragios que piden las ánimas de los fieles difuntos a los fieles devotos cristianos para alivio de sus penas
Según la doctrina de la Iglesia católica los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque es seguro que se salvarán, sin embargo después de su muerte sufren una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el cielo.
A esta purificación final la Iglesia la llama Purgatorio.
La enseñanza sobre el Purgatorio se apoya en la práctica de la oración por los difuntos, de la que habla la Escritura: «Por eso mandó (se refiere a Judas Macabeo) hacer este sacrificio expiatorio a favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2 M 12, 46).
Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular las misas, para que, una vez purificados, pudieran llegar a la visión beatífica de Dios.
La Iglesia ha re¬comendado además las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos.
Desde el punto de vista histórico, la base bíblica del purgatorio ha sido un permanente punto de fricción entre católicos y protestantes, por lo que desde el inicio del protestantismo, los católicos se han esforzado por presentar al purgatorio dentro de una óptica de defensa de la fe.
De las actas de la llamada Disputa de Leipzig, del año 1519, está tomada la proposición 37 de las tesis luteranas, condenadas por el Papa León X, que dice lo siguiente: «El purgatorio no puede probarse por la Sagrada Escritura canónica»
Esta tesis de Lutero se fundamenta en su negación de la canonicidad de los dos libros de los Macabeos, a los cuales considera apócrifos.
El concilio de Florencia (1239) formuló la siguiente definición: «Además, si habiendo hecho penitencia verdaderamente, murieron en la caridad de Dios antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por los pecados de comisión y de omisión.
Sus almas, después de la muerte, son purificadas con penas purgatorias; y para ser librados de estas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de la misa, las oraciones y las limosnas, y otros oficios de piedad que suelen hacerse, según las instituciones de la Iglesia»
El Concilio de Trento (1545-1563) en un decreto sobre la Justificación decía: «Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se borra el resto de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda resto alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada del Reino de los Cielos, sea
anatema»
En otro decreto se dice lo siguiente:
«Puesto que la Iglesia católica, ilustrada por el Espíritu Santo, apoyada en las Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados concilios, y últimamente en este ecuménico concilio, que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles.
Particularmente por el aceptable sacrificio del altar, manda el santo concilio a los obispos que se esfuercen para que la sana doctrina sobre el purgatorio, …sea creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo.
Delante, empero, del pueblo rudo, exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado difíciles y sutiles, y las que no contribuyan a la edificación, y de las que la mayor parte de las veces no se sigue acrecentamiento alguno de la piedad.
Igualmente no permitan que sean divulgadas y tratadas las materias inciertas y que tienen apariencia de falsedad. Aquellas, empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como escándalos y piedras de tropiezo para los fieles».
Por último el concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, describe la realidad eclesial en toda su amplitud y coloca al Purgatorio como uno de los tres estados eclesiales al decir «Algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados», y recuerda la práctica de la Iglesia de orar por los fieles difuntos y, con las palabras de 2 Mac 12,46, alaba este uso diciendo «porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos, para que queden libres de sus pecados».
Con esta doctrina de la Iglesia Católica sobre el Purgatorio no es de extrañar que ya desde la Edad Media los cristianos pudientes se preocuparan de dejar bienes, propiedades o dinero para que le dijeran gran cantidad de misas a su fallecimiento, durante un tiempo, y una a perpetuidad en su aniversario.
Como sabían que, aunque murieran habiendo confesado y comulgado, tendrían que purificarse para estar en la presencia de Dios estaban convencidos que cuantas más misas se dijeran por su alma menos tiempo tendrían que estar en el Purgatorio.
Para este fin se fundaban memorias, aniversarios, o capellanías para que con los frutos de una hacienda o bienes un sacerdote, el capellán, estuviera aplicándole misas diariamente. Cuando el capellán moría la capellanía era ocupada por otro sacerdote a quien le correspondiera según las cláusulas de la fundación.
En el Archivo Histórico Diocesano de Guadix he encontrado un documento curioso sobre este asunto. Se trata de un folio impreso, bien conservado y sin fecha que pueda servir para datarlo, no obstante por el tipo de grafía tipográfica, por la redacción y por el tema es posible que sea de final del s. XVI o principios del XVII.
El redactor o redactores de este documento, utilizando la primera persona del plural, poniéndose en el lugar de las almas del Purgatorio escriben una carta a los fieles cristianos suplicándoles que puesto que su familia, parientes y amigos se han olvidado de ofrecer misas por su alma, lo hagan los demás cristianos, aunque no sean sus familiares.
“Nosotras pobres, afligidas y desconsoladas Almas del Purgatorio, a vosotros fieles y devotos cristianos, salud y gracia y consuelo en todas las aflicciones y calamidades del mundo.
Aunque por la misericordia de Dios y por los merecimientos de Nuestro Señor Jesucristo somos herederas de la Bienaventuranza y esperamos gozarla por una eternidad en compañía de los Ángeles y Santos; con todo eso, porque al tiempo que pagamos a la muerte el común tributo, que no se ha dispensado, ni se dispensará con ninguno de los mortales, no habíamos satisfecho enteramente la pena correspondiente a nuestras culpas: la Divina Justicia nos tiene aprisionadas en un triste calabozo para que en él acabemos de pagar tan gran deuda a peso de incomparables tormentos, que estamos padeciendo, cercadas y penetradas de un fuego abrasador; en cuya comparación es como sombra o pintura el fuego que suele cebarse en los edificios más soberanos del mundo.
Y porque nuestros amigos, parientes, testamentarios y herederos, con poco temor de Dios y con mucho olvido de la estrechísima cuenta que les pedirá a su tiempo, no se acuerdan de la extrema necesidad en que estamos, apelamos a la piedad de todos nuestros devotos y les pedimos se compadezcan de nosotras y nos ayuden a salir de tan penoso y doloroso destierro.
Que si los amigos o parientes suelen convidarse en algún día del año, ostentándose liberales y haciendo este obsequio a la amistad o parentesco; razón será que la devoción de cada uno tenga un día determinado en el año en que convidar espiritualmente a los muchos, no sólo amigos, sino parientes muy cercanos que tiene en el Purgatorio.
Este día será el que cada uno de vosotros quisiere escoger para dedicarle a este espiritual convite, confesando y comulgando, ganando indulgencias y jubileos, vistiendo a algún pobre, dando de comer a algún necesitado o haciendo alguna obra penal, como tomas disciplina, ponerse el cilicio, etc…y sobre todo celebrando, el que fuere sacerdote, o mandando celebrar el que no lo fuere, el Sacrosanto Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo Nuestro Señor.
En cuyos infinitos merecimientos se libra nuestro mayor y más eficaz remedio: la cual devoción , rogamos a todos nuestros devotos, que la comuniquen a todos los que pudieren y que en la hora de la muerte la deje en herencia cada uno a la persona de quien tuviere mayor satisfacción; de todo lo cual Dios Nuestro Señor se dará por bien servido y nosotras seremos perpetuamente agradecidas.
Impetrando de su infinita misericordia, cuando nos hallemos en el deseado puerto, que a todos los que nos hicieren este bien los enriquezca de bienes espirituales y temporales, los defienda en los peligros, los libre del mayor mal de los males que es el pecado mortal, los corone con una muerte dichosa y les depare quien haga por ellos lo que hicieren por nosotras cuando se vean ejecutados y obligados a pagar en estas penas lo que nosotras pagamos”.
Fuente: Archivo Histórico Diocesano de Guadix
Autor: José Rivera Tubilla