Laborcillas es un pueblo modesto hasta en el nombre. Las pequeñas labores que dieron origen, en el siglo XVI, al cortijo de Las Laborcillas han marcado históricamente el buen carácter de sus gentes, conocidas por ser amables, acogedoras, serviciales y trabajadoras. Aunque tuvo municipio propio y ayuntamiento –desde 1836 hasta su fusión con el de Moreda en 1974–, siempre fue una aldea pequeña, apegada a la tierra y al cereal.
Durante los siglos XVII y XVIII la mayor parte de las tierras pertenecían al Marqués de Villalegre, quien tenía en la cortijada su casona rural, todavía en pie en el centro del pueblo, aunque muy transformada, conocida como la Casa Grande. En el siglo XIX Laborcillas pasa a ser propiedad de D. Manuel García Molero, cura de Diezma, quien luego repartió la finca entre sus siete sobrinos.
A lo largo de la primera mitad del siglo XX la población fue creciendo hasta llegar, en 1960, a los 710 habitantes; pero, a partir de ahí, la emigración –triste, obligada– fue una constante en este pueblo, hasta dejarlo “compuesto y sin apenas gentes”.
Un paisaje ondulado, con algún que otro llano, despoblado de árboles, rodea humildemente el núcleo de población. Sólo el gran puente ferroviario, de piedra y hierro, pone monumentalidad en las ondas del aire. Las ruinas de antiguos cortijos lloran en silencio. Bajo la tierra, en el Cerro de los Castellones, clama una antigua cultura argárica.
El poblado de los Castellones
El pequeño pueblo de Laborcillas ocupa un lugar destacado en el ámbito cultural gracias al Cerro de los Castellones, donde se ubica un asentamiento humano primitivo de especial importancia en la Arqueología española.
Este antiguo poblado se encuentra a 1 km. al Este del núcleo de Laborcillas, a la derecha del camino que conduce a la cortijada de Delgadillo. El cerro sobre el que se asienta es un espolón calizo, amesetado, de forma alargada y cortado abruptamente por todos los lados excepto por el Este, por donde se une al Llano de los Eriales, en cuyos bordes se localizó una necrópolis megalítica igualmente importante.
La fase más antigua del poblado aparece definida por una gran construcción en piedra, asentada sobre la roca, de indudable carácter defensivo, típica del periodo Eneolítico (3.000 años a.C.). La segunda etapa se desarrolla en torno a un bastión defensivo, rectangular con los extremos redondeados, rodeado de restos de casas hechas con pequeños zócalos de piedras hincadas y paredes de barro y adobe. Los materiales encontrados, llamativamente abundantes, completan el carácter Eneolítico del poblado. La tercera fase, superpuesta al bastión, conserva restos pertenecientes a la Edad del Bronce y la cultura del Argar. Por último, se documenta la presencia de un pequeño establecimiento ibérico, de los siglos III-II a.C.
En cuanto a la necrópolis de los Eriales, a unos 300 m. al Este del poblado de los Castellones, investigada por L. Siret desde 1890, estaba compuesta por tumbas megalíticas de corredor, cuyo interés principal se centra en el especial carácter de su ajuar funerario, que pone de manifiesto la perduración del ritual mortuorio de los dólmenes durante la Plena Edad del Bronce. Desgraciadamente, gran parte de esta riqueza arqueológica está hoy desaparecida; otra parte, muy esquilmada y revuelta, está enterrada.
Piezas de los Castellones en el Museo Arqueológico
Vitrina exclusiva con 20 objetos en la sala del Neolítico, que contiene:
– Ídolo “falange”
– Ollita decorada con incisiones
– Cuentas de collar en piedra
– Tres hachas
– Cinco cuencos de diferentes tamaños
– Punta de flecha con pedúnculo
– Dos punzones
– Asta de ciervo trabajada
– Pesa de telar (redonda, 4 agujeros, 17 cm. de diámetro y 5 cm. de grosor)
– Puñal de dos remaches con restos de tejido
– Punzón
– Fragmento de cuchillo de sílex
– Fragmento de cerámica impresa