Guadix, 24 de Abril de 2011.
“Este es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Salmo 117)
Hoy es el primer día de la semana, el día de la Pascua. Es el día en que Cristo ha resucitado venciendo a la muerte, y en ella al que es su causa, el mal y el pecado.
Os anuncio, hermanos, que Jesús de Nazaret, el que fue condenado y murió colgado de una cruz, ha resucitado y se ha aparecido a Simón y a los suyos.
Os convoco a la alegría que brota de este acontecimiento; os invito a la esperanza, porque el futuro del hombre y de la creación entera tiene un nombre: Jesús, el Señor.
Es este el testimonio de la Iglesia a lo largo de dos mil años. La resurrección de Cristo es el fundamento y la razón de la fe que profesamos. Como dice el apóstol Pablo, si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe y vana nuestra predicación, somos entonces los más desgraciados de los hombres; pero no es así: Cristo ha resucitado.
El anuncio pascual de los apóstoles es claro: Aquel a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero, Dios lo ha resucitado, rompiendo las ataduras de la muerte. Los cristianos de todos los tiempos, como aquellos primero discípulos, somos testigos de este acontecimiento, que habiendo ocurrido en la historia, la trasciende. La nueva vida del Señor no es fruto de la imaginación ni de la añoranza de los discípulos. No vive Jesús porque viva en la memoria de los suyos; aunque estos no tuvieran memoria, Jesús seguiría realmente vivo. La resurrección es un hecho real, palpable, que puede ser percibido en nuestra humanidad, aunque va más allá al trascenderla. La resurrección, de hecho, muestra sus signos y sus frutos.
El texto del evangelio de San Juan que acabamos de escuchar nos cuenta el descubrimiento de la tumba vacía por parte de los primeros discípulos. Fue María Magdalena muy temprano, “al amanecer, cuando aun estaba oscuro”; y fue ella la primera que vio que allí no estaba el Señor. Ella, la primera testigo, va a comunicárselo a los apóstoles. Y son Pedro y Juan, los que corren para comprobar que las palabras de la mujer eran ciertas. Aun llegando antes Juan, deja que sea Pedro el primero que entra en el sepulcro y ve que Jesús no está entre los muertos.
El relato quiero decirnos que las experiencias personales de la resurrección han sido confirmadas por la experiencia de toda la Iglesia en la persona de Pedro. No es el testimonio de personas particulares, es el testimonio de toda la Iglesia el que proclama que Jesucristo ha resucitado.
Pero también es verdad que no basta la fe de la comunidad si el discípulo no la hace propia. El relato sigue diciendo que después que entró Pedro, lo hizo también el otro discípulo, entró, “vio y creyó”. La fe es una fe personal, porque la experiencia de Dios no se hereda. Nace del testimonio de la comunidad, pero después cada uno ha de hacerla propia, ha de llevarla a su vida y comprobar que es cierto, que el Señor vive. La fe heredada puede ser un magnífico patrimonio de tradición, pero nunca será una fe viva. Hoy, como en cada época de la historia, el discípulo es aquel que tiene experiencia; por eso, hemos de propiciar que los hombres de hoy tengan experiencia de Dios, que se den encuentros personales con el misterio, y puedan así ser muchos los que gocen del horizonte de gracia y salvación que este les muestra.
Hasta entonces, los apóstoles no habían entendido la Escritura, que desde siempre había anunciado la resurrección de Jesucristo. Desde este acontecimiento todo adquiere una nueva luz, se revela la verdad de lo que han visto y oído mientras estaban con Jesús. La resurrección es la gran revelación de la persona del Maestro, así como del sentido de la historia y del mismo hombre.
De esto son testigos, y esto es lo que anuncian. Es Pedro, al que encontramos en el libro de los Hechos de los apóstoles, anunciando a Jesucristo: “Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. Es el resumen de toda la vida de Jesús contada por un testigo, que no solo lo ha acompañado en su vida pública, sino que ha comido y bebido con él después de su resurrección.
El testimonio de los apóstoles es una exigencia, un mandato del mismo Señor. También hoy, para nosotros, el dar testimonio de la resurrección del Señor es una exigencia. No podemos callar; silenciar la resurrección del Señor es hacerla intrascendente y, sobre todo, es una falta de amor a los hermanos. El mundo necesita la buena noticia de la resurrección. La nueva vida del Señor ha de llegar a todas las situaciones de muerte para resucitarlas, para llenarlas de esperanza y de vida. Ahora ya nada es como antes, ahora todo es nuevo. No podemos permitir que esto no lo conozca todo el mundo.
San Pablo, en la segunda lectura, nos ha recordado que hemos resucitado con Cristo, por tanto, nuestra vida no puede ser la misma que antes. La experiencia de la resurrección de Cristo no puede ser un hecho más en nuestra vida. Por eso cabe preguntarse, ¿hasta qué punto la resurrección de Cristo es importante en mi vida?, ¿en qué la cambia?, ¿en qué se nota?. No deja de ser curioso que muchos que se dicen cristianos, niegan la resurrección de Cristo y la nuestra; otros, la hacen compatible con otras doctrinas como la reencarnación. Aunque estos casos son más fruto de la ignorancia que de la convicción, hemos de cuestionar si estamos siendo hoy verdaderos testigos de la resurrección, si en nuestra vida se percibe la victoria de Cristo sobre el mal y el pecado.
No podemos aspirar a los bienes de la tierra, sino que hemos de aspirar a los del cielo; porque ahora nuestra vida “está con Cristo escondida en Dios”. No es una llamada a la despreocupación de las cosas de la tierra, todo lo contario. Aspirar a la cosas del cielo supone la tarea de hacer de este mundo el que Dios quiere; procurar que el camino terreno sea una gran preparación a la gloria que esperamos gozar en el cielo. Las palabras de San Pablo son también una llamada a no hacer eterno lo pasajero, olvidándose de lo que verdaderamente es necesario. Es muy habitual que en la vida diaria hagamos lo urgente, dejando tantas veces lo importante para más adelante. No ha de ser así, hemos de aspirar a lo definitivo, a Dios. De este modo los afanes de la vida tendrán un nuevo horizonte, y los percibiremos de un modo nuevo, más real; será esta la oportunidad de no caer en la tentación de afanarnos por lo que nos aparta del camino de nuestra realización plena.
El Señor resucitado, queridos hermanos, está presente en medio del mundo. Hemos de aprender a verlo en nosotros, en los demás y en todo lo que nos rodea. Él sigue apareciéndose a nosotros, como lo hizo a Pedro y a los demás discípulos. Lo hace en la intimidad, pero sobre todo en la comunidad reunida en su Nombre; lo hace en la asamblea eucarística, bajo la apariencia del pan y del vino, que se nos dan como alimento.
Pidamos al Señor que nos abra los ojos para poder verlo, que nos ilumine el corazón para poder experimentarlo, y que nos de la valentía para llevarlo a los hombres.
Nos cuenta una hermosa tradición que en este día de la Pascua, los cristianos de la antigüedad se saludaban diciendo: “Cristo ha resucitado”, a lo que el otro respondía: “Sí, Cristo ha resucitado y se ha aparecido a Simón Pedro”.
Así también, yo os quiero saludar y anunciar: “Cristo ha resucitado”.
Si es el amor el que espera y es el amor el que confía; sin duda que fue María, la Virgen quien confió esperanzada la resurrección del Hijo; sin duda que es ella misma la que ya asunta al cielo, espera confiada nuestra resurrección. A ella nos dirigimos, a ella la Madre del Resucitado, y lo hacemos con la Iglesia que en el tiempo pascual le dice:
“Reina del cielo, alégrate;
porque el Señor a quien has merecido llevar,
ha resucitado, según su palabra.
Ruega al Señor por nosotros. ¡Aleluya!”
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix