SEMANA SANTA EN GUADIX DE 1956. NOCHE DE LUNES SANTO
Si hay en Guadix una procesión más auténtica y con mayor fervor de los cientos de accitanos y accitanas que acompañan a Cristo en la cruz, participando en el Vía Crucis, esa es la del Lunes Santo por la noche con la imagen del Cristo de la Misericordia que saliendo de la iglesia de la Ermita Nueva recorre las calles de la antigua Acci hasta encerrarse en la iglesia de la Concepción.
El silencio solo es roto por el sonido escalofriante de la corneta que va marcando las paradas que deben hacer los cofrades portadores de unos faroles que introducen un poco de luz en medio de la obscuridad de la noche cerrada.
Es sobrecogedor contemplar al Cristo de la Misericordia, portado a hombros y enmarcado con cuatro cirios morados, cuando baja por la Cañada de los Perales teniendo de fondo nuestra Alcazaba iluminada por las antorchas colocadas entre sus almenas.
Hoy traigo a colación la crónica realizada por Joaquín Valverde, colaborador del semanario “ACCI” de la procesión de la noche del Lunes Santo del año 1956 hace ahora sólo 67 años.
“Crece el silencio, un silencio diáfano y se entabla el gran diálogo del corazón con el Crucificado. La luna, tras unas nubes, asoma tímida su azul hostia y su luz suave salta de cerro en cerro. La tierra, avergonzada de su pecado, apaga las luces y la luna brilla en los ojos de la multitud en lágrimas de ojos apretados. Un rosario de luz penitente se desgrana por las cuevas.
Ellos, de sayal tosco, cíngulo de esparto y farol, parecen los engarces de esas avemarías de las cuevas y sus lamentos de dolor. Jesús, el Misericordioso, viene, como lanza rota que hiere el espacio de la noche, colgado de un madero, caminando entre la arcilla de las cuevas; y sube y baja cerros recorriendo las moradas de aquellos hermanos indigentes.
Cruza, con los brazos abiertos, sus puertas y nuestras calles llevando a todos los mismos abrazos de amor, de paz. Pero Jesús va prendido en una cruz. Jesús camina solo, desnudo, paseando el fracaso de un reino temporal que soñaron sus discípulos.
Diríase que Jesús, más que caminar, vaga silencioso en medio de un pueblo que le ha vendido y que rehúye su mirada porque en su orgullo no cree posible el perdón.
Los ojos de Jesús tienen una mirada buena para todos. Jesús sólo mira al alma. Y esa visión divina queda en los harapos de nuestros hermanos pobres, y en los otros harapos de nuestros hermanos ricos. Jesús no puede ver sino los jirones que arrastramos por el suelo del pecado, charca cenagosa de miseria. Jesús no puede sonreír ya. A través de sus ojos muertos le hemos de parecer golfillos que tratamos de ocultar indignas rapacerías. ¡Mírale, hermano…!
Es la voz del sacerdote que nos lo señala como obra de nuestro pecado, del mío, del tuyo… Todos los ojos brillan lágrimas. Y los labios, una plegaria. Pero, no. Jesús no quiere que nos recreemos en la parte destructiva, ni en lágrimas, ni siquiera en una plegaria por la compasión que nos inspira. No. Jesús, el Misericordioso, busca algo más profundo.
Se ha ofrecido al Padre para redimirnos y, no lógica, sino divinamente, hasta perdona a los verdugos que le crucificaron. «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen». Las lágrimas y lamentaciones le suenan igual. Igual que aquel, «¡Hosanna al Hijo de David!» de la turba judía, cuyo eco es el, ¡crucifícale, crucifícale! de los días posteriores. Él sí siente compasión por nosotros. Se lamentó en el Evangelio: «Tengo compasión por las turbas»… Pero Jesús, desde la Cruz, repite constante: «Yo soy tu salvación».
Ya la luna mira abiertamente. Los ojos de la Alcazaba suben, ensangrentados, a las almenas con un mirar inquieto. Y el aire juega con ellos en greguerías de primavera… Pasa Jesús. Y después… ¡no seguirán las tinieblas! Joaquín Valverde. 1956
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Semanario “ACCI”. AÑO II. Nº 56-57 de 7 de abril de 1956