Homilía en el Día de Pascua por D. Ginés García Beltrán
Guadix, 5 de Abril de 2015.
Hoy es el primer día de la semana. Hoy todo comienza, todo es nuevo. Ha llegado la primavera que no acaba nunca, la que ha nacido en el corazón del hombre de una semilla incorruptible, la de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte
Hoy es el día de la resurrección del Señor. Cristo, primogénito de entre los muertos, abre el camino que nos lleva a la vida en Dios. Por el bautismo hemos sido injertados a Cristo, para que muriendo con Él, tengamos también con Él vida eterna.
La alegría pascual no es alegría ingenua, es cierta como cierta es la resurrección del Señor. Nosotros somos testigos, los “que hemos comido y bebido con él después de la resurrección”. Sentados a la misma mesa nos hemos hecho participes de la misma vida. La vida del Señor Resucitado es también nuestra vida. Llevamos en el corazón las semillas de la resurrección que crecen cada día en nosotros hasta la vida eterna. Las amenazas de muerte que acechan tantas veces nuestra vida, son ahora amenazas de resurrección. La resurrección es una fuerza imparable que va tomando el mundo y el corazón de los hombres, sin que nada ni nadie la pueda detener. Todo es gracias, de Él lo hemos recibido todo, por eso podemos entonar el Aleluya pascual con una vida nueva, la del Resucitado.
El testimonio de María Magdalena y de las mujeres; el de Pedro, Juan y los demás discípulos, es también nuestro propio testimonio. Su experiencia es la nuestra, porque hemos sido bautizados en el mismo Espíritu y compartimos la misma mesa de la Eucaristía. Cristo no es un personaje del pasado al que admiramos y al que queremos imitar. Cristo es siempre un hoy de salvación; todo el tiempo está en El y en Él adquiere sentido. La resurrección no sólo ocurrió en un momento de la historia de los hombres, sino que ocurre cada día.
El Señor nos invita, queridos hermanos, a ser sus testigos en este mundo en el que vivimos. El triunfo de Cristo nos impulsa a llevar su Nombre a toda la tierra. Nuestro deseo es que todos los corazones puedan latir con el latido de la salvación que se ha realizado en Cristo. La buena noticia de la resurrección no es, y no puede ser, sólo para nosotros, porque es para todos. Para ser Señor de todos murió y resucitó Cristo, por eso no guardemos la gracia; no dejemos que se apague por nuestros miedos y cobardías. Convencidos de que Cristo es con mucho lo mejor, anunciémoslo a todos, para que todos puedan compartir el mismo gozo.
Mirad lo que nos dice el Papa Francisco: “Queridos amigos: ¡No tengáis miedo de ser alegres! No tengáis miedo a la alegría. La alegría que nos da el Señor cuando lo dejamos entrar en nuestra vida, dejemos que Él entre en nuestra vida y nos invite a salir de nosotros a las periferias de la vida y anunciar el Evangelio. No tengáis miedo a la alegría. ¡Alegría y valentía!” (ángelus del 7 de julio de 2013).
Ya sé que todos tenemos alguna razón, humanamente hablando, para no estar alegres. Pero la alegría de la resurrección no se apoya en lo que nos pasa en cada momento, por terrible que sea, sino en la victoria de Cristo. Es verdad que sigue existiendo el mal que obra cosas malas en nosotros, pero no tiene ya un aguijón que nos pueda matar definitivamente. La victoria final es definitiva, y es esta convicción la que nos hace vivir alegres y felices a pesar del mal que todavía nos atrapa. La alegría es un don que si lo acogemos iluminará nuestra vida. Nuestra alegría es por Cristo, “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG, 1)
Los cristianos, seguidores del Resucitado, estamos llamados a ser en el mundo testigos de la alegría y la esperanza. Es fácil comprobar que nuestro mundo está necesitado de esperanza, pero ¿dónde la encontrará si alguien no le dice dónde buscarla? Nosotros, que hemos encontrado la causa de la esperanza en la resurrección del Señor, hemos de ser sus testigos ante los hombres, estamos llamados a decirles a los demás que todos están invitados al encuentro con Jesucristo, que nadie se puede sentir olvidado o relegado en la llamada a este encuentro. “Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro- con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero” (EG, 8).
Ser hombres o mujeres resucitados es vivir como hombres y mujeres resucitados. Nuestra vida es el mejor testimonio y referencia para los demás. Si somos cristianos que viven su fe con amargura, como si fuera más problema que el gozo de sentirse amado; si estamos más preocupados de nosotros mismos que de los demás; si vivimos encerrados en nuestras seguridades, sin querer arriesgar nada, sin abrirnos a la novedad del Evangelio, no tenemos nada que decir ni al hombre ni al mundo. Si hemos resucitado con Cristo, tenemos que buscar los bienes de arriba, donde está Cristo, y aspirad a ellos, Buscad y aspirad a los bienes de arriba no es desentenderse de los bienes de la tierra, pero sí darles su verdadera medida, sabiendo dónde está el centro y el fundamento, o mejor, quién es el centro y el fundamento. Es vivir en la certeza que un mundo mejor es posible, pues, en misterio, ya está en nosotros el cielo nuevo y la tierra nueva.
La Iglesia, nacida del costado abierto del Salvador, ha sido rejuvenecida por la victoria de Cristo, su Esposo, para llenar el mundo del bálsamo del amor y de la misericordia. Pasar por el mundo haciendo el bien, y curando a los oprimidos por el diablo es su misión, como fue la misión del mismo Señor. A esto está llamada, a pesar de llevar en su rostro las huellas que le ha dejado el pecado de sus hijos.
En Cristo todos hemos renacido, y esto es lo que verdaderamente importa: “Comprobarás que tu espíritu ha recobrado la vida en Cristo si dices: Si Jesús vive, esto me basta. Si él vive, yo vivo en él, mi vida depende de él. Él es mi vida, él es mi todo. ¿Qué me puede faltar si Jesús vive? Mejor aún: que todo lo demás me falte, no me importa, si sé que Jesús vive” (beato Guerrico de Igny).
Queridos hermanos, ¡Cristo ha resucitado!, y en Él también hemos resucitado nosotros; alegrémonos y hagamos fiesta porque:
“Él nos hizo pasar
de la esclavitud a la libertad,
de la tristeza a la alegría,
del luto a la fiesta,
de las tinieblas a la luz,
de la servidumbre a la redención.
Por ello decimos ante Él: ¡Aleluya!
(Melitón de Sardes. Homilía Pascual)
María, la Madre del Resucitado y Estrella de la Evangelización, nos ayude a cada uno de nosotros a ser testigos creíbles y alegres de la resurrección de su Hijo en medio de los hombres, nuestros hermanos.
+ Ginés, Obispo de Guadix