HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL MARTES SANTO
Guadix, 19 de Abril de 2011.
“Oh Redentor, recibe el canto de quienes te aclamamos”
Con estas palabras del himno de la liturgia de la Misa Crismal expresamos nuestra alabanza al Señor Jesús que por su entrega voluntaria y obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, nos ha redimido. En Él y por el Él hemos recibido gracia tras gracia. A Él, la gloria y la alabanza por siempre. La aclamación que brota de nuestro corazón y proclaman nuestros labios es el reconocimiento de su señorío y de nuestra acción de gracias por su amor para con nosotros.
En esta Misa, que es expresión del misterio de la Iglesia, se manifiesta la grandeza y la belleza de la comunión, reflejo de la esencia misma del Dios trinitario y testimonio de la comunión entre nosotros, que no es nunca el fruto del consenso o la simpatía humana, sino de la acción divina en el hombre.
“Mirad que gozo, convivir los hermanos unidos” canta el salmista, al que unimos también nuestro canto. Verdaderamente es hermoso encontrarnos con los hermanos, convivir con ellos, compartir el gozo de lo que nos une; es gozoso unir nuestras voces para cantar un cántico nuevo, el cántico de nuestras vidas al Señor que, sin mérito por nuestra parte, nos llamó, nos consagró y nos envió.
Hoy, delante de la asamblea aquí reunida, volveremos a decir nuestro Sí al Señor. Es un Sí débil, tocado por la infidelidad y por la debilidad que tan patente se hace; muchas veces bajo el signo del cansancio o la decepción de aquellos a los que la vida va haciendo humildes; pero es un Sí nuevo, igual de ilusionado que el primero, lleno de esperanza porque sabemos que está apoyado y sostenido por el Sí de Cristo que es un sí fiel y hasta la eternidad. Nuestro Sí se apoya en el suyo; yo no puedo, Señor, pero Tú en mi Sí. Tómanos como instrumentos sencillos y pobres para seguir estando presente y actuando en esta iglesia de Guadix. Esto es lo que queremos expresar en la renovación de las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación sacerdotal.
Con la bendición de los santos óleos de catecúmenos y enfermos hacemos presente la fuerza de Dios en nuestra debilidad; en Él lo podemos todos, Cristo nos libra del mal y de la muerte que son la consecuencia del pecado. Y con la consagración del crisma abrimos a los hombres la fuente de la gracia, por este aceite serán consagrados a Dios los nuevos bautizados, los marcados por el sello del Espíritu Santo en el sacramento de la Confirmación y lo llamados a ser presencia de Cristo, Cabeza y Pastor de la comunidad, y todos para ser buen olor de Cristo en medio de este mundo.
I. “El Espíritu del Señor está sobre mí (..). Me ha enviado para dar la Buena Noticia..”. Son las palabras de las Escrituras Santas que nos revelan el sentido más profundo de esta celebración de alabanza en honor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote de nuestra fe.
La consagración de los hombres se realiza siempre en orden a una misión. Así el Hijo eterno de Dios ha sido consagrado por Dios para realizar una misión en medio de los hombres. Su misión es hacer presente, en medio del mundo, el Reino de Dios, anunciar la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres; un amor que es anterior al tiempo; un amor que se ha hecho patente en la propia creación, que se ha ido realizando a lo largo de la historia y que ahora llega a su plenitud en la Encarnación del Hijo; un amor, en definitiva, que se ha sellado con la entrega de Jesucristo para consumar la salvación de los hombres.
El consagrado es el anunciador del evangelio, el que trae la buena noticia, el que cura, alegra y consuela a los afligidos, el que proclama la liberación de los que viven cautivos. Ya, ser anunciador de buenas noticias, es en sí un gozo, un premio; poder desatar la cadenas de la esclavitud, sea cual sea; consolar y curar a los tristes, a los heridos de la vida; poner alegría en el corazón del hombre es la paga de aquel que ha ido enviado. Según la profecía, toda esta misión se concreta y se completa en la proclamación de un año de gracia, lo que significa la restauración completa de la justicia. Hacer que todo vuelva a su estado original, que todo sea según el plan y la voluntad de Dios; en una palabra, que Dios sea soberano de todo.
Esta es la misión del Mesías, por tanto, la promesa de Dios que se ha cumplido en Jesucristo. Por eso, según nos relata el evangelio de san Lucas que hemos escuchado, Jesús después de leer la profecía de Isaías, enrollando el libro, les dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. En Jesucristo se cumplen las Escrituras; Él mismo es el cumplimiento de las promesas; es el Mesías. Jesús es el consagrado por Dios para ser enviado a anunciar la Buena Noticia a los hombres; es más, Él mismo es la Buena Noticia; y no hay noticia que sea evangelio si no es en Jesús. El evangelio no es un destino, ni un conjunto de bienes a los que se tiende, el Evangelio es una persona, la de Jesucristo. Por eso, anunciar el evangelio es anunciar a Jesucristo, su persona, su obra, su misterio. Quien anuncia a Jesucristo anuncia el evangelio, lo de más sería una simple y caduca idea.
Los consagrados serán llamados “Sacerdotes del Señor (..) Ministros de nuestro Dios”. Los consagrados son aquellos que pasan a ser propiedad de Dios, ya no se pertenecen, son del Señor, para su servicio; actúan en su nombre y en su persona. Los consagrados a Dios están al servicio del mundo, de los hombres. La llamada y la consagración son una verdadera expropiación en favor de una misión.
Así, el libro del Apocalipsis nos recordaba: “Aquel que nos ama nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre”. En Cristo, el único Sacerdote, todos somos sacerdotes. Por el bautismo hemos sido constituidos sacerdotes en Cristo.
Pero de entre este pueblo sacerdotal que es la Iglesia, Dios ha elegido a algunos para serlo de un modo particular, mediante la identificación sacramental con Cristo. Aquellos que han sido marcados por el orden sacerdotal son verdaderamente sacerdotes, que hacen presente a Cristo, Cabeza y Pastor, en medio de la comunidad de los discípulos. No es este ministerio una simple función, es verdaderamente una consagración; la diferencia no es solo de grado sino de esencia. Ni más ni menos, ni mejores ni peores, diferentes; consagrados para una misión específica; y no es específica en cuanto al contenido, pues todos los bautizados tenemos la misma misión de Cristo, sino en cuanto a la identidad de la representación.
Por eso, los sellados con el orden sagrado tienen la misión de enseñar, santificar y regir; y lo hacen en la persona de Cristo y con su autoridad. Cuando anuncian es Cristo quien anuncia; cuando santifican es Cristo quien santifica; cuando gobiernan el rebaño es el mismo Señor el que lo hace. Sin duda que esto es un don gran, inmerecido, pero es también una tarea, una responsabilidad.
II. Quisiera detenerme en la misión de los sacerdotes como ministros de la Palabra, en su identidad como de anunciadores del Evangelio.
El sacerdote se sitúa, en medio de la Iglesia, como oyente de la Palabra. Como discípulo se pone a la escucha de la Palabra, con la conciencia que es Dios mismo quien habla, quien se revela en la sagrada Escritura.
Esta palabra, como a todo hombre, le invita a la conversión. En el sacerdote se tiene que dar una verdadera conversión como consecuencia de la escucha de lo que Dios quiere. Convertirse por la Palabra, convertirse a la Palabra; debe ser esta una conversión renovada. Cada día la Palabra me interroga, me interpela, me juzga, me invita a acomodar mi vida a la voluntad de Dios. Convertirse a la Palabra es convertirse a la propia identidad, pues hemos nacido de la Palabra de Dios. Es Dios quien nos llama, nos consagra y nos envía; es su Palabra la que se manifiesta creadora en nosotros dándonos una nueva identidad. A la luz de la Palabra, mis queridos hermanos sacerdotes, debemos convertirnos en aquello que somos. Lo que hemos recibido sacramentalmente debe brillar en nosotros con nueva intensidad cada día. Os quiero prevenir de la tentación de vivir según lo que no somos; no se trata de hacer un sacerdocio a mi medida, ni de adaptarlo a mis ideas o intereses, reduciendo así su riqueza y su belleza. El sacerdocio es un don y como tal hemos de vivirlo.
Dice el Cardenal Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero en su mensaje a los sacerdotes para la Cuaresma: “Conversión para nosotros sacerdotes, significa sobre todo conformar cada vez más nuestra vida a la predicación, que cotidianamente podemos ofrecer a nuestros fieles, si del tal modo nos transformamos en “fragmentos” del Evangelio viviente, que todos puedan leer y acoger”.
La escucha de la Palabra nos ha de llevar a su interiorización hasta hacerla vida en nosotros. Para eso se nos recomienda la lectura diaria de la Palabra de Dios, y no sólo en la celebración litúrgica sino en nuestra vida de oración. El Concilio nos decía: «Como ministros que son de la Palabra de Dios, lean diariamente y oigan esa misma Palabra de Dios que deben enseñar a otros… esforzándose por recibirla en sí mismos haciéndose, de esta forma, cada día discípulos más perfectos del Señor» (PO 13). La lectura personal de la Escritura es insustituible; nada ni nadie puede ocupar su lugar. En palabras de san Jerónimo: “Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”.
La lectura me ha de llevar al estudio. Hemos de estudiar la Escritura, al tiempo que la leemos, en el ámbito de la tradición de la Iglesia. La sagrada Escritura la hemos recibido en la Iglesia, y a la luz de su experiencia y testimonio hemos de interpretarla. Son legítimos los medios de la exegesis moderna, pero no han de ser el factor determinante en la lectura de los textos. Cuando nos acercamos a la Escritura: “hemos de desarrollar una mirada al Jesús del Evangelio, un escuchar a Él que pueda convertirse en un encuentro; pero también, en la escucha en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, llegar a la certeza de la figura realmente histórica de Jesús” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, 9).
El estudio de la Palabra de Dios hemos de hacerlo en un contexto contemplativo; hacer del estudio de lo que Dios dice una verdadera oración. La Lectio divina como estilo y método de oración nos puede ayudar a acercarnos a la Palabra de Dios con unos ojos distintos, con un corazón purificado. Hemos de rezar con la Palabra de Dios. En este sentido la santa doctora de la Iglesia, Teresa de Liseaux nos deja este bello testimonio: «Es sobre todo el Evangelio lo que me ocupa durante mis oraciones; en él encuentro todo lo que es necesario a mi pobre alma. En él descubro siempre nuevas luces, sentidos escondidos y misteriosos (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos).
En definitiva, la escucha de la Palabra es un verdadero encuentro personal con la persona misma de Jesús: “La aventura de los apóstoles comienza así, como un encuentro de personas que se abren mutuamente. Pero los discípulos comienzan un conocimiento del Maestro. Ven dónde vive, se quedan con Él y comienzan a conocerle. Y es que ellos no deben ser anunciadores de una idea, sino testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar tendrán que estar con Jesús y establecer con Él una relación personal. Partiendo de esto, la evangelización no es más que un anuncio de aquello que se ha experimentado y una invitación de estar con el misterio de la comunión con Cristo” (Benedicto XVI, Catequesis sobre los apóstoles).
El ministro para serlo se ha de identificar con la Palabra, hacerse palabra para transmitir con fidelidad y en un tono vital aquello que ha visto y oído, aquello que ha tocado con sus manos, lo que ha experimentado. Nos dice el Papa en la exhortación Verbum Domini, refiriéndose a los sacerdotes: “sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una transparencia de, un anuncio y un testimonio del Evangelio” (n. 80).
Somos ministros de la Palabra mediante la predicación y el testimonio de nuestra vida. La predicación que adquiere muchas y variadas formas. Quiero destacar la importancia de la homilía y de la catequesis. Preparar con esmero la homilía, en el horno del estudio y la oración, será uno de los mejores servicios a nuestro pueblo. Tomar conciencia de que el sacerdote es el primer catequista y que ha de ejercer como tal es fundamental en nuestro ministerio; aun teniendo buenos y suficientes catequistas no podemos ni debemos dimitir de esta que es nuestra misión. Y todo con el testimonio de una vida que busca siempre vivir según la Palabra, ser palabra en medio del hombre y de su mundo.
IV. De este sacerdote, configurado y ministro de la Palabra, nacerá el sacerdote nuevo que necesita la nueva evangelización.
El mundo de hoy, como cada época, presenta sus desafíos a la Iglesia; esta es consciente de que existe para evangelizar, sabiendo que en el Evangelio se encuentran las respuestas a los grandes interrogantes del hombre, y por ello, a los desafíos de cada época, también los de la nuestra.
Quisiera destacar como desafíos, que no son ajenos a nuestra diócesis, el clima cultural y la situación de cansancio de nuestras comunidades, incluidas nuestras personas, que debilita nuestra capacidad de transmitir la fe y de educar en ella.
Para responder a algunos de estos desafíos, estamos preparando nuestro próximo plan pastoral. A la escucha de lo que el Espíritu dice a nuestra Iglesia; fundamentados en la Palabra y en la Eucaristía, queremos renovar nuestro ser evangelizador, uniéndonos a lo que los que nos han precedido a lo largo de estos dos mil años. Sabemos que no estamos sólo, que el Señor viene con nosotros; nos acompañan con su ayuda e intercesión la Virgen, Santa María y los santos.
Queridos hermanos sacerdotes, os invito a vivir con ilusión, a poner ilusión en lo que hacemos. Ilusión que no es fruto de mi estado de ánimo, o de las circunstancias externas del momento en el que vivimos, sino de la fe, de la convicción de que todo es de Dios, y que nosotros somos instrumentos en sus manos. No cedamos a la desesperanza que nace de la idea de que somos nosotros y nuestros aciertos los que llevan la Iglesia adelante.
La Iglesia en Guadix tiene mucho que decir a los hombres de esta tierra, mucho que aportar en la renovación del tejido social y cultural de este pueblo. Permitidme que lo exprese con una imagen sencilla: la iglesia en Guadix no puede conformarse con ser el vagón de cola que empuja, ha de ser también máquina que impulsa, que va delante mostrando que el Evangelio es fuerza transformadora de las personas y de las sociedades, que es respuesta a lo que el hombre espera para ser feliz.
No basta tener un sacerdote debajo de cada torre; hoy el hombre y el mundo esperan más de nosotros. Esperan que seamos, ante todo, hombres de Dios, capaces de vivir en este mundo y con este hombre; sacerdotes que hagan presente a Cristo en medio de los ambientes propios de una sociedad plural; hombres de eucaristía que identificados con el Misterio que celebran se entreguen sin reservas al servicio del pueblo que se les ha confiado; hombres de Iglesia para el servicio de los hombres, especialmente de los más pobres.
Que María, Madre de los sacerdotes, nos inspire la sabiduría de los discípulos para ser testigos creíbles del Evangelio. Que San Pedro Poveda, cuyo Jubileo celebramos en la diócesis, nos confirme en el modelo del único pastor de nuestras alma, Jesucristo, el Señor.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix