Homilía de la Solemnidad de San Torcuato
Lecturas:
Deuteronomio 4, 32-40; Salmo 76, 12-16.21; 1 Tesalonicenses 2,2-12; Juan 12,24-26
Querido Deán Presidente de este Cabildo Catedral, Canónigos, D. Francisco Escámez, pregonero de este año de las fiestas patronales en honor a San Torcuato, Sacerdotes de la ciudad de Guadix…
Queridas autoridades civiles y militares, Sra. Alcaldesa, corporación municipal, Diputado del Reino de España, Sra. Jueza, Capitán de la GC, Jefe de la Policía Local.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor,
la fiesta de San Torcuato, patrón de nuestra Iglesia diocesana de Guadix, nos reúne en este templo catedralicio para celebrar la Eucaristía en su memoria y dar gracias por su vida entregada al servicio de la Palabra de Dios. Gracias a la labor desinteresada, al trabajo sin medida de este grupo de apóstoles enviados por los discípulos, la Buena Noticia pudo llegar al sur de la península con el ardor de quien sentía la necesidad de proponer aquello que había conocido y que tanto bien podía realizar en quien lo pusiese en práctica.
Según cuenta la tradición, los siete varones apostólicos llegaron a Acci (Guadix) cuando se estaban celebrando las fiestas paganas de Júpiter, Mercurio y Juno y los paganos les persiguieron hasta el río, pero el puente se partió milagrosamente y los siete varones apostólicos se salvaron. Una noble mujer llamada Luparia se interesó por ellos y los escondió, y se convirtió al cristianismo.
A continuación los varones apostólicos se separaron para dar noticia del cristianismo por distintas regiones de la Bética: Torcuato permaneció en Acci (Guadix), Tesifonte marchó a Vergi (Berja), Hesiquio a Carcere (Cazorla o Cieza), Indalecio a Urci (Pechina), Segundo a Abula (Abla o Ávila), Eufrasio a Iliturgi (Andújar) y Cecilio a Iliberri (Iliberis o Elvira, la actual Granada). Curiosa la distribución y curioso el destino. Sin medir distancias y a donde el Espíritu les llevara.
Contemplando esta historia, tenemos la dicha de ser una Iglesia apostólica. Dice Tertuliano, el gran padre de la Iglesia, que cuando los Apóstoles obtuvieron de lo alto la fuerza del Espíritu Santo dieron testimonio de Jesucristo, primero en Judea, donde instituyeron las primeras Iglesias, y después «anunciaron a los paganos la misma doctrina de la misma fe». De modo que las Iglesias que fueron fundadas más tarde, para poder ser apostólicas, tomaron como referencia de la fe que profesaban a las Iglesias apostólicas, y así, en razón de esta común fe, todas ellas son Iglesias apostólicas y son una única Iglesia con aquella primera Iglesia fundada por los Apóstoles en Judea, la Iglesia de Jerusalén, madre de todas las Iglesias, porque de ella nacieron las Iglesias de las naciones.
En cuanto Iglesias que profesan la misma fe, «todas son primeras y todas son apostólicas, en cuanto que todas juntas forman una sola». Añade Tertuliano: «De esta unidad son prueba la comunión y la paz que reinan entre ellas, así como la mutua fraternidad y hospitalidad. Todo lo cual no tiene otra razón de ser que su unidad en una misma tradición apostólica» (Tertuliano, Tratado sobre la prescripción de los herejes, cap. 20-21: CCL 1,201-204).
Sin duda, en el ingenio por predicar la Buena Noticia, hicieron de su vida una continua ofrenda por acercar la sabiduría de Dios a los hombres. De ellos tenemos que aprender el espíritu misionero, el predicar a tiempo y destiempo. Hablar de Dios hoy, sin miedo y proponiendo, es ser auténtico discípulo de la Buena Noticia. En nuestros ambientes resulta extraño, alzar la voz defendiendo aquello que la Escritura, la
Tradición o el Magisterio proclama.
Resulta extraño, y hasta cruje, cuando alguien muestra su parecer por lo que la Iglesia dice o manifiesta. Bien es cierto, que ya no estamos en épocas de imposición, y desde luego la imposición no es el camino. San Juan Pablo II, en mayo de 2003, nos decía a los jóvenes congregados en el aeródromo de Cuatro vientos en Madrid: «Testimoniad con vuestra vida que las ideas no se imponen, sino que se proponen»
Esto mismo ha repetido Benedicto XVI y el Papa Francisco.
Cuando un cristiano, se siente tocado por el Señor, cuando el Señor inflama el corazón de aquel que siente la llamada, no puede si no ponerse al servicio del anuncio. Y lo hará testimoniando de palabra y de obra. Con su vida y sus acciones. Así es como se ha de mostrar la credibilidad de nuestro anuncio en el mundo de hoy. No podemos decir y no hacer. No podemos mostrar lo que la Iglesia nos manda y nuestra vida ir en dirección opuesta. La coherencia será la mejor frase que nosotros podamos mostrar a nuestros hermanos, será la letra que muchos leerán.
Hemos de salir de nuestra zona de confort. El ser misionero exige dejar de lado nuestras comodidades y luchar por un mundo más justo. Y todos por el bautismo somos misioneros. La misión y la santidad van muy unidas. El Papa lo dice claramente en su nueva exhortación apostólica, Gaudete et exultate. Presenta la santidad como un camino y una misión a la que todos y cada uno de los bautizados estamos llamados. No es extraño poder acercarse a Dios por medio de las acciones de cada día.
Propone las bienaventuranzas y al final de cada una de ellas explicita: «Ser pobre en el corazón, esto es santidad. Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad. Saber llorar con los demás, esto es santidad. Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad. Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad. Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad. Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad. Aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga problemas, esto es santidad». (cfr. GE 70-94)
De igual manera presenta el juicio de la naciones de Mateo, en su capítulo 25, como itinerario hacia la santidad. Propone en el amor la doble dimensión, hacia Dios y en los hermanos.
Pero remarca algunas notas para la santidad en el mundo de hoy y que actualiza con las siguientes notas como cinco grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo: el aguante, la paciencia y la mansedumbre. La alegría y el sentido del humor. La audacia y el fervor. En comunidad. Y en oración constante. Todo un modelo en nuestro proyecto de vida.
La Palabra de Dios, que hemos escuchado, ilumina nuestro camino hacia la santidad y, con ella, de fondo, pensando en el grano de trigo que muere, nos podemos preguntar ¿Cuál es el resumen de nuestra vida? ¿Servimos o nos servimos? ¿Amamos o nos dejamos amar? ¿Nos guardamos o presentamos nuestras fuerzas para el bien del Evangelio y de la buena noticia?
El Señor quiere que, dejando el yo que tanto nos invade y nos limita, mudemos a los otros. Es decir; que nos neguemos a nosotros mismos; que busquemos la felicidad, no tanto en la propia satisfacción cuanto en la utilización de todos nuestros dones y talentos al servicio del Evangelio y de los demás. Como hicieron Torcuato y sus compañeros.
Cristo, al morir, nos enseña el lado bueno de la cruz: la alianza nueva que Dios quiere y desea definitivamente para el hombre y que viene sellada por su sangre. A nosotros no se nos pide tanto; no desea el Señor que seamos clavados en una cruz (aunque sería bueno que sacrificáramos aquello que nos impide llegar hasta Él); no nos exige que seamos lapidados públicamente (aunque sería muy positivo que defendiésemos nuestras convicciones religiosas y morales allá donde estemos presentes); no pretende vernos coronados por espinas o traspasados por lanzas (aunque, qué bueno sería que fuésemos conscientes de que la fe conlleva riesgos, incomprensiones, soledades).
El Evangelio de este día nos acerca la verdadera figura de Jesucristo. Siendo Hijo de Dios, le aguarda la cruz, el sufrimiento, la muerte.
La fidelidad a Dios no siempre es entendida ni aplaudida por los poderosos del mundo. Pero, como siempre, nos quedará la seguridad y la esperanza de que, todo esto, sea preciso para que Dios selle una Alianza Nueva, que nada ni nadie podrá ya quebrar. ¿Somos conscientes de que también nosotros hemos de saber renunciar a algo para que la obra de Dios toque a su fin?
En la segunda lectura, San Pablo muestra su conformidad por el trabajo bien hecho. En todo, se ha predicado de buena gana y fe a todo aquel que ha prestado oídos. Y aquí se muestra no solamente la buena intención en el trabajo a realizar sino también el hacerlo bien: hay que hacer bien el bien. Y no quedarse simplemente en la buena intención de una voluntad poco formada. Siempre en camino de superación y aprendizaje. Como alumnos a los pies del Maestro. Como bien pudieron estar los discípulos.
Y recogiendo lo escuchado en la primera lectura podemos contemplar cómo, en la Historia de la Salvación, Dios se hace presente por amor y, por amor, nunca deja a su pueblo. Sintamos en nuestra vida cómo hemos sido bendecidos, amados y queridos por un Dios que desde siempre ha estado presente y cuida nuestras entradas y salidas.
Veamos en los varones apostólicos, la unidad en una misma fe. La fe que nos hace miembros de una misma familia. Una familia que ha de perdurar en el tiempo. Las palabras del Evangelio nos hablan de morir para dar vida. Son palabras, dirigidas a los Apóstoles y a sus sucesores, a los ministros del Evangelio en general, pero son también palabras dirigidas a cada uno de nosotros, que hoy celebramos a San Torcuato. Cada uno de nosotros, cada uno de los cristianos, es enviado por Jesús a dar testimonio de él y llevar el Evangelio a los que no lo conocen. San Torcuato pudo fundar la Iglesia accitana porque contó con el compromiso y el testimonio de los primeros que él evangelizó.
La nueva evangelización de la sociedad de hoy pide de todos los bautizados la cooperación para atraer a nuestros hermanos a la luz de la fe. Cada uno debe dar testimonio de Cristo en las circunstancias personales que son las suyas propias: en la familia, en el trabajo, en nuestro día a día. Nadie en la Iglesia puede colocarse al margen de la acción evangelizadora, porque el Resucitado nos ha enviado al mundo para que el mundo alcance la salvación.
Qué bueno sería que nuestra vida fuese testimonio constante de la fe que creemos y profesamos. Y que nuestros hermanos, viendo nuestras obras y palabras, se animaran a luchar por un mundo donde el Reino de Dios fuera una realidad constante. El Reino por el cual San Torcuato y sus compañeros gastaron su vida y derramaron hasta la última gota de su sangre .
Que nos lo conceda la Santísima Virgen de las Angustias, estrella de la evangelización, y por intercesión de san Torcuato, fundador de nuestra Iglesia.