[HISTORIA] CIRCULAR DEL CONSEJO DE REGENCIA A LOS OBISPOS PARA QUE INFORMEN SOBRE LOS ECLESIÁSTICOS QUE PROPAGAN IDEAS CONTRA EL REY Y SU GOBIERNO. AÑO 1813

Los reyes de España de la época moderna han tenido el derecho de Patronato por el que el Papa les concedía una serie de privilegios y facultades especiales como el derecho de presentación de obispos y otros cargos vinculados a la Iglesia Católica, control sobre la Inquisición, incluso por el patronato regio los monarcas lograron el ejercicio de la mayoría de facultades atribuidas a la Iglesia en el gobierno de los fieles, convirtiéndose, de hecho y de derecho, en la máxima autoridad eclesiástica en los territorios bajo su dominio.

En el Concordato de 1753, con Fernando VI, el papa Benedicto XIV concedió a los reyes de España el patronato universal  en sus reinos, lo que puso en sus manos, de hecho, el control de la Iglesia española. Durante el reinado de Carlos III, en política religiosa, el regalismo alcanzó altas cotas. La Iglesia era uno de los mayores poderes del reino, y se intentó por todos los medios el nombramiento de jerarquías religiosas afines a las ideas reformistas. Se intentó poner freno a que el Papa interviniera en las determinaciones de la iglesia española. Desde el gobierno de la Monarquía se pretendía mejorar la moral suprimiendo tradiciones supersticiosas,  petición de limosnas, derecho de asilo, etc…

Carlos III y sus colaboradores inmediatos reivindicaban para la Corona la totalidad del poder temporal, en detrimento de los privilegios tradicionalmente usufructuados por la Iglesia.

 

En el reinado de Carlos IV el problema con la Iglesia española surgió cuando desde el ministerio de Urquijo (1798) se publicaron cuatro decretos para la desamortización de bienes de obras pías, lo que provocó las protestas del clero y el pueblo. Hubo otras disposiciones que enfrentaron al gobierno de la monarquía con los obispos hasta el extremo que desde la Secretaría de Gracia y Justicia se conminó a los obispos a evitar la propagación de ideas o doctrinas contrarias al Monarca y su gobierno. Ante esta situación el papa Pío VII envió una carta a Carlos IV en la que le rogaba que apartase de su lado a: “ aquellos hombres que engreídos de una falsa ciencia pretendían hacer andar a la piadosa España los caminos de perdición donde nunca había entrado en los siglos de la Iglesia, y que cerrase sus oídos a los que, so color de defender las regalías de la corona, no aspiraban sino a excitar aquel espíritu de independencia que, empezando por resistir el blando yugo de la Iglesia, acababan por hacer beberse todo freno de obediencia y sujeción a los gobiernos temporales, con detrimento y ruina de las almas en la vida presente y en los días eternos, quedando aparejado un gran juicio de estas cosas a aquéllos que presiden y gobiernan”

 

Durante la Guerra de la Independencia, el Consejo de Regencia reunió las Cortes en Cádiz (1810) declarando como «único y legítimo rey de la nación española a don Fernando VII de Borbón», pero ejerciendo toda la autoridad y el poder para gobernar a los españoles sin limitación alguna hasta la celebración de las Cortes que determinarían la clase de gobierno que se establecería. Las competencias del Consejo de Regencia serían la publicación de las leyes y decretos de las Cortes; la firma o rúbrica de todos los documentos que precisasen la firma o rúbrica del Rey; la expedición de los decretos, reglamentos o instrucciones; la vigilancia del cumplimiento de la justicia; los nombramientos, etc

 

En esta situación histórica se encontraba España cuando desde Cádiz en 10 de Junio de 1813 se envía a todos los obispos la siguiente disposición:

“Los Reyes de España encargados de conciliar el  decoro de la San­ta Iglesia con la seguridad y tranquilidad del Reino, mirando con un justo horror la inconsideración con que ciertos Ministros del Santuario, olvidados alguna vez de su alto carácter, han proferido expresiones de­nigrativas del Gobierno, o dado ocasión a sucesos capaces de turbar  el orden público,  han acudido prontamente a atajar este mal con leyes o pro­videncias enérgicas, y aun con severos castigos. Imprudente seria el Soberano que se considerase libre de todo riesgo de equivocarse en sus reso­luciones o decretos. Mas esta posibilidad en ningún caso autoriza a los respetables individuos del Clero a que directa o indirectamente inspiren al pueblo desconfianza de sus resoluciones, u oposición  a la Suprema Au­toridad, desacreditando las medidas políticas, cuya obediencia deben pre­dicar, a imitación de nuestro Señor Jesucristo, de palabra y con el ejemplo

Este celo por la debida obediencia y sumisión de los súbditos obligó a los Señores Reyes D. Juan I y D. Henrique III á mandar que si al­gún Fraile, o Clérigo, ó Ermitaño, u otro Religioso se atreviese a decir  palabras injuriosas y feas contra el Rey o las Personas Reales, o  con­tra el Estado o Gobierno, fuese enviado preso, o recaudado á disposición de S. M. La indiscreción de un Prelado, manifestada en ciertas quejas contra Carlos III, y contra sus sabias disposiciones en materias de disciplina, alegando sin fundamento que la Iglesia estaba saqueada en sus bienes, ultrajada en las personas de sus Ministros, y atropellada en su inmunidad, dio motivo á que aquel religioso Monarca, conformándose con la consulta del Consejo Real, no solo acordase con respecto de su persona una severa resolución, mas tratase de precaver en el digno Clero Español el estrago de semejante escándalo, expidiendo el siguien­te Decreto:

“El buen ejemplo del Clero secular y regular trasciende á todo el cuerpo de los demás vasallos de una Nación tan religiosa como la Española: el amor y el respeto de  los Soberanos, á la familia Real y al Gobierno es una obligación que dictan las leyes fundamentales del Estado, y enseñan las letras divinas a los súbditos como punto grave de conciencia. De aquí proviene que los Eclesiásticos, no solamente en sus sermones, ejercicios espirituales y actos devotos deben infundir al pueblo estos principios, sino también, y con más razón abstenerse ellos mismos en todas ocasiones, y en las conversaciones familiares, de las declamaciones y murmuraciones depresivas de las personas del Gobierno, que contribuyen á infundir odiosidad contra ellas, y tal vez dan ocasión á mayores excesos, cuyo crimen estima como alevosía  y traición la ley 2, tít. I, lib. III de esta Recopilación. Por tanto, a fin de que no se abuse de la buena fe de los seculares, se guarde al Trono el respeto que la Religión Católica inspira, y ninguna persona dedicada a Dios por su profesión se atreva á turbar por tales medios los ánimos y orden público, ingiriéndose en los negocios de Gobierno, tan  distantes de su conocimiento, como impropios de sus ministerios espirituales;   de cierta ciencia y pleno poder Real, con madura deliberación  he venido en resolver que mi Consejo expida las órdenes circulares a  los Obispos y Prelados regulares de estos mis Reinos, al tenor del referido capítulo de la expresada ley cuidando todos ellos de su exacto y puntual cumplimiento é igual prevención se haga á las Justicias para que estén a la mira, lo adviertan á los Prelados y si notasen descuido o negligencia de su parte, reciban sumaria información del nudo hecho sobre las personas eclesiásticas, que, olvidadas de su estado y de sí mismos, incurriesen en los excesos sobredichos, y la remitan al Presidente del Consejo para que se ponga el pronto y conveniente  remedio”

La Regencia del Reino advierte con dolor que son harto más gra­ves los males presentes de nuestra Patria, que los que entonces logró cor­tar por estos medios aquel piadoso Príncipe. Por desgracia, ni la me­moria de aquella severa providencia, ni el vigor de esta sabia ley inserta en nuestro Código, contiene ahora en sus límites a ciertos individuos del Clero, que desentendiéndose de la doctrina de la Religión y del ejemplo de sus hermanos, por escrito y de palabra, y lo que es todavía más abo­minable, en el ejercicio mismo de su sagrado ministerio inspiran odio a la Autoridad Soberana, desafecto y horror á sus saludables Decretos, turbando con facciones y maquinaciones ocultas á los individuos del Es­tado, y exponiendo á. la Patria por medio de una funesta división á su última ruina. Triste cosa es que en los’ momentos mismos en que el gene­roso Pueblo Español ve amanecer la aurora de su libertad, cuando es llegada la época en que con el auxilio del Cielo se promete coger el fruto de su valor y constancia, lanzando á sus pérfidos invasores, algunos in­considerados Eclesiásticos, promoviendo la insubordinación de los súbditos más leales y generosos que conoce el mundo, aticen en nuestro mismo suelo la llama de una nueva discordia, cuyo efecto había de ser, no el triunfo que se prometen de sus preocupaciones, sino el de nuestro enemigo. Aun es más doloroso que para recomendar este designio antisocial y antievangélico se invoque el santo nombre de la Religión, degradándola hasta el extremo de apoyar con ella, bajo pretextos capciosos, la inobe­diencia a las legítimas Potestades. La Regencia, en medio de esta amargura, tiene el consuelo de ver Prelados y Cuerpos Eclesiásticas que hacen frente á este ímpetu, recordando al Clero las máximas de la San­ta Iglesia sobre estos puntos, y oponiendo las providencias y medidas que caben en su autoridad. Pero esto no alcanza. Necesario es que la Potes­tad civil acuda con brazo fuerte á cortar un cáncer, de cuyo estrago se­ria responsable, si por una indebida indulgencia diese ocasión á que cor­rompa al pueblo sencillo, y aun a la parte sana del mismo Clero, que por fortuna es la mayor.

Por lo mismo S. A., que no omite ni omitirá medio alguno para con­servar el orden y la tranquilidad interior del Reino, encarga, bajo la más estrecha responsabilidad, así a los M. RR. Arzobispos y RR. Obispos, como á los Prelados de las Órdenes religiosas la puntual obser­vancia de la expresada ley de Carlos III esperando que corrijan con todo el rigor de los Cánones á los Eclesiásticos que en el pulpito  o en conversaciones privadas o en cualquiera otra forma de palabra ó por escrito directa ó indirectamente osen denigrar á las Cortes ó á sus indivi­duos y divulgando especies subversivas del orden y de la obediencia y sumi­sión á la Representación Nacional y al Gobierno, y á los que en su nom­bre dirigen el Estado.

Bajo la misma responsabilidad manda á los Jefes Políticos, a  las Audiencias y á los Jueces de Partido, á los Alcaldes Constitucionales y á los Ayuntamientos, que cada cual en su caso proceda á evitar o conte­ner la infracción de este Decreto, arreglándose en todo á la Constitu­ción política de la Monarquía dando puntual avisó  así de las infrac­ciones de esta ley, como de su pronto remedio.

De orden de S. A. le comunico á V para su inteligencia y exacto cumplimiento en la parte que le corresponde  Dios guardé á V. muchos años. Cádiz 10 de Junio de 1813.

Antonio Cano Manuel. Secretario de Despacho de Gracia y Justicia”

Autor: José Rivera Tubilla

Fuente: Archivo Histórico Diocesano de Guadix