Las relaciones entres las Instituciones religiosas y civiles siempre se han regido por ciertas reglas establecidas por decreto o por costumbre que se practicaban cuando eran invitadas a asistir a ceremonias oficiales o en el simple trato social. Esto es lo que conocemos como el protocolo. En general este término se usa, en lo relativo a las relaciones humanas, para describir el conjunto de conductas y normas que se deben conocer, respetar y cumplir no sólo en el medio oficial ya establecido, sino también en el medio social, laboral, académico, político, cultural y militar. El protocolo cuida los aspectos más variados y sensibles relacionados con el trato y el lugar que deben ocupar, en el sitial, las personas con jerarquía, pertenezcan estas al medio Oficial, Diplomático, Eclesiástico, Nobiliario, Militar o Social en general. Toda Institución tiene su protocolo interno basado en la jerarquía de las autoridades que forman la misma y por supuesto la Iglesia Católica las ha tenido y las tiene desde siempre.
En España, bajo el reinado de Isabel II, tenemos un periodo de alternancia política entre los unionistas de O’Donnell y los moderados históricos de Narváez, que se turnaron excluyendo del poder a los progresistas. O’Donnell presidió el gabinete en tres ocasiones, en 1856, 1858-63 y 1865-66. Su periodo de gobierno se caracterizó por una cierta apertura política y un gran auge económico, con expansión de los ferrocarriles, construcción de obras públicas y mejora del aparato administrativo y estadístico del Estado. Restauró la Constitución de 1845 en uno de cuyos artículos se decía que la religión católica era la única religión de la nación española y en el artículo 7 que la justicia se administra en nombre del rey.
En Guadix (1864), surge un problema de protocolo entre el poder religioso, cabildo catedralicio, y el Juez de 1ª Instancia, D. José Mª Castellanos, como máxima autoridad de la justicia real, que trajo como consecuencia una reclamación “para que cuando asistiera a actos públicos en la Catedral se le guardaran las consideraciones que su importancia y decoro exigían y que no debían ser menores que las que se tenían para este caso con la Corporación Municipal”.
En un escrito dirigido al Deán y Cabildo de la Catedral exponía que cuando al poco tiempo de ser nombrado Juez tuvo la honra de ser invitado por el Cabildo para asistir con carácter oficial, en unión con la Corporación que presidía y concurriendo también el Ayuntamiento, a la misa solemne cantada que se iba a oficiar en la Catedral con motivo de la celebración de la onomástica de la reina Isabel II, invitación que se hizo extensiva a autoridades, personas importantes de la ciudad y fieles en general, tuvo ocasión de notar, con bastante sentimiento, se hacían ciertas distinciones honoríficas y de atención hacia el Ayuntamiento que no se tenían con el Juzgado. Estas distinciones eran que se invitara al Ayuntamiento por medio de oficio y al Juzgado de manera verbal a través del Maestro de Ceremonias y secretario del Cabildo, que a la Corporación Municipal se le abriera la puerta principal de la catedral para entrar, se le recibiera y despidiera por una comisión del Cabildo, se le diera a besar la paz en la misa y esto no se hiciera con el Juzgado, además a este se le colocaba fuera de la crujía no correspondiéndole este lugar según el orden de categorías.
Para el Juez este trato de inferioridad percibido por el público asistente a las ceremonias, “que generalmente juzga por exterioridades, podría menguar el prestigio del Juzgado, cuando el Ayuntamiento, por muy respetable que sea, no es superior al estamento judicial en ningún concepto”, además en el ánimo del Juez no estaba hacer un desaire al Cabildo desatendiendo su invitación ya que esto podría dar lugar a que “la maledicencia de la gente atribuyera que el no acudir a la catedral se debiera a falta de amor, respeto y adhesión hacia la persona de la Reina”.
El Cabildo, que hasta ahora había dejado al margen de este asunto al obispo D. Antonio Rafael Domínguez y Valdecañas, le remitió el escrito del Juez con las quejas de “falta de consideración, respeto y cortesía hacia una corporación ilustre y hacia una autoridad legítimamente constituida” con el ruego de que para evitar polémicas desagradables y conflictos el Sr. Deán se sirviera dictar resolución sobre el asunto para que “el Juzgado pueda acudir donde corresponda a hacer constar los fundados motivos que en lo sucesivo tendrá para abstenerse de asistir a los actos religiosos sin que por ellos pueda la maledicencia suponerlo desafecto a la real persona de S.M. y al gobierno constituido”.
Se debió sorprender el Sr. Obispo por el desconocimiento que tenía de este conflicto de protocolo y aunque pudo desentenderse de entrar en la cuestión, porque había sido al Cabildo y no a él a quien se dirigía el Juez, “como si su autoridad y dignidad nada tuviera que ver con las ceremonias de la catedral y no fuera la cabeza de su Iglesia y de su Cabildo”, sin embargo como lo habían hecho partícipe del problema, quería primero conocer el parecer o dictamen razonado del Deán y Cabildo para acordar posteriormente lo que fuera conveniente.
Según el informe del Canónigo Doctoral, D. Sebastián Rodríguez Asensio, sobre este tema concreto de protocolo no existía ninguna normativa, para dar solución a este asunto, ni en las disposiciones canónicas ni en las Reales Órdenes, ya que las que hacían alusión a esta materia parecía que en el “terreno filosófico-racional” no podía decirse que pudiera aplicarse a este caso ya que fueron dictadas para casos especiales sin que fueran de aplicación a casos análogos, teniendo en cuenta que, por lo que se desprendía de sus escritos, el Sr. Juez “no aspiraba a constituirse en el lugar de los antiguos Corregidores ni a privar a la Autoridad política de los honores y atenciones que debían dispensársele” para que se le diesen a él, sino sólo que cuando concurriera de oficio a actos públicos en la Catedral “le guarden ciertas y determinadas consideraciones que se tienen con la Corporación Municipal”.
Según el Doctoral, como consecuencia de la organización emanada de las nuevas leyes que se habían dado a nuestro país, los Jueces de 1ª Instancia no tenían ni desempeñaban ya las atribuciones políticas y gubernativas que la antigua legislación confería a los Corregidores, habiendo quedado reducidas sus funciones a juzgar y hacer que se ejecutara lo juzgado, ejerciendo en nombre de S.M. la Reina la jurisdicción civil y criminal “toda vez que la administración de la justicia, uno de los más nobles y preciosos atributos de la Corona, quedó reservada al Rey en la Constitución política de la Monarquía, constituyendo los Tribunales uno de los poderes públicos más importantes y aunque los Jueces no deben ponerse por encima de la autoridad política, que según las disposiciones vigentes deben presidir todo acto público, civil e incluso religioso, sin embargo se les debe honores y distinciones”.
Un ejemplo de los cambios introducidos por el nuevo sistema político se podía comprobar en que la antigua costumbre, que por derecho tenían los Jueces, de presidir los actos de la celebración de la “Domínica de Palmas” había pasado a la Corporación Municipal, sin embargo cuando eran invitados de oficio por el Cabildo o por el Ayuntamiento tenían derecho, según la ley, a que se les guardasen “las debidas preeminencias y consideraciones de lugar preferente”.
Según el R.D. de 17 de Mayo de 1856 los Jueces debían colocarse después de los Magistrados, de los Diputados Provinciales y antes que los Alcaldes, cuando tuvieran mayor extensión de jurisdicción que ellos, y que los miembros del Ayuntamiento y todos los demás empleados y funcionarios.
Esta regla, en opinión del Doctoral, se guardaba cuando el Juez venía a la Catedral en unión de la Corporación Municipal e invitado por ella, ocupando en este caso un lugar preferente en los bancos que se colocaban en la crujía después de la presidencia, que correspondía al Alcalde en representación del Gobernador Civil, guardándosele los mismos privilegios que a la autoridad local y demás miembros del Ayuntamiento, sin embargo es posible que no tuviera derecho a que se le guardasen las mismas consideraciones cuando asistía al frente de la Corporación Judicial invitada por el Cabildo, ya que no se encontraba ninguna disposición que apoyara la preferencia del Juez sobre el Alcalde ni viceversa.
El Sr. Obispo aprovecha este incidente para expresar al Cabildo “que las relaciones entre ambos no se estaban llevando adecuadamente. Pensaba que quizás por distracción o falta de práctica no se habían observado en este negocio las formalidades que de tiempo inmemorial venía practicando el Cabildo en sus comunicaciones y contestaciones con el Prelado. Echaba de menos otras fórmulas no menos importantes y respetuosas para con el Prelado con las que siempre se había distinguido y honrado el Cabildo de la catedral de Guadix y que el echarlas de menos no era por su humilde persona sino por el carácter de su dignidad de obispo y que aunque consistieran en simples frases, estas estrechaban los vínculos de mutuo amor y respeto que debían reinar entre la cabeza y los miembros”.
Sobre el espinoso asunto de protocolo era de la opinión que “las razones para una toma de postura debían buscarse en disposiciones canónicas, las leyes civiles y la práctica no interrumpida de la Iglesia prescindiendo de los respetos humanos que debían ser ajenos al carácter sagrado de los eclesiásticos. Lo importante no era porque se tratara del representante del poder judicial, a quien todos debían profesar la más alta consideración, sino que era cuestión de etiqueta legal y canónica, era cuestión de autoridad por la que se establecía un precedente que había de durar para siempre. En este asunto el Cabildo debía actuar dando a “Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, sometiéndolo todo en último extremo a su deliberación por la parte principal que le corresponde.
Cree que para este asunto no se ha tenido presente “el Ceremonial de Obispos, que es una ley suprema canónico-litúrgica” del Estado, recogida en la real Cédula de 31 de Julio de 1852 en la que se dispone su restablecimiento en todas las Iglesias de España donde haya caído en desuso y que todos se sometan a ella. En dicho Ceremonial de Obispos nada se dice sobre invitaciones, recibimientos ni despedidas a las Autoridades de la ciudad, porque se supone que los Magistrados, los Nobles y Varones ilustres acompañan al Prelado desde su Cámara Episcopal hasta la Iglesia en el lugar y orden que allí se establece y que es inmediatamente delante del Obispo. Tampoco designa los lugares determinados que deben ocupar en el templo los Príncipes, Magistrados y personas ilustres legos, excluyendo sólo el coro y el presbiterio. En cuanto al adorno o decencia de los asientos, el Ceremonial dispone que se siga la costumbre y comodidad de las Iglesias y de los lugares.
En cuanto al incienso y dar a besar la paz se ordena que se dé a los Príncipes, Magistrados y demás personas ilustres en sus respectivos lugares, que el de los Magistrados es después de los Dignidades y Canónigos. A las Autoridades, cuando concurren al templo de oficio, deben concederse las prerrogativas de asiento, incienso y paz. Ni el Prelado ni el Cabildo tienen obligación de convidar a las Autoridades, incluido el Ayuntamiento, para las funciones que suelen llamarse cívico-religiosas puesto que en las cartas que el Rey dirige exclusivamente a los Obispos nada se dice de comunicarlo ni invitar a las demás Autoridades, sino sólo que el Prelado disponga se haga tal o cual cosa en las Iglesias de su jurisdicción ordenándolo así a sus Cabildos, por lo que no hay ningún deber de invitar a nadie, pero como se viene practicando así, y toda novedad perturba, se puede adoptar un término medio que concilie todos los intereses pasando igual comunicación por escrito al Ayuntamiento, Juez de 1ª Instancia y Comandante de las Armas, no a los de Cuerpos particulares de la Milicia a no ser que estos por su mayor graduación tengan también el mando de las armas en la ciudad. Las comunicaciones deberán reducirse a decir que habiendo dispuesto el Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de la Diócesis, según el encargo de S.M., en su Real Carta autógrafa, que se celebren en la Santa Iglesia Catedral acciones de gracias o rogativas públicas y solemnes por tal o cual motivo se pone en conocimiento de la Autoridad a quien se dirige el oficio a los efectos consignados. De esta manera ni se convida ni deja de anunciarse quedando al arbitrio o al deber de los que lo reciben el obrar lo que tengan a bien”
Resumiendo el Obispo cree que debe comunicarse, pero no invitarse; que las autoridades que concurran a la Catedral se coloquen en el modo y forma que hasta ahora lo vienen haciendo, que una comisión del Cabildo reciba sólo al Ayuntamiento por ser esta la costumbre y no haber ley que determine otra cosa, pero que a la despedida permanezca en la puerta de la Catedral hasta que salgan las demás autoridades si estas salen a continuación del Ayuntamiento por la misma puerta, porque así lo exige la etiqueta y el decoro; por último que se dé la paz con el porta paz a todas las autoridades ya que así lo ordena el Ceremonial.
Con motivo del día del santo de la reina Isabel II, (Noviembre 1866), el Cabildo acuerda celebrarlo con repique general de campanas y una solemne misa cantada “en acción de gracias por su importante salud y prosperidad”. Con este motivo y teniendo en cuenta los consejos del Sr. Obispo sobre las normas de protocolo envía un escrito al Sr. Juez de 1ª Instancia “para su conocimiento”.
De nuevo el Juez no sabe a qué atenerse y requiere del Cabildo le aclare si su comunicación es sólo para que quede enterado de la solemne función religiosa que se va a realizar en honor de la Reina, aún cuando no comprende por qué se le ha de dar cuenta, o por el contrario es para que asista a dicho acto con la Corporación Judicial, ya que si es para esto último faltaría en la comunicación la invitación oficial sin la que no se cree autorizado para asistir de oficio y menos para ordenar que asistan con él los funcionarios judiciales.
Fuente: Archivo Histórico Diocesano de Guadix
Autor: José Rivera Tubilla