Homilía de la Solemnidad del Corpus Christi

Homilía de la Solemnidad del Corpus Christi

Lecturas:

Éxodo 24, 3-8; Salmo 115; Hebreos 9,11-15; Marcos 14,12-16.22-26

Querido Deán Presidente de este Cabildo Catedral, Canónigos, Sacerdotes de la ciudad de Guadix, Diácono, Seminaristas, Hermandad del Santísimo, Hermandades que hoy venís representando a vuestros titulares…

Queridas autoridades civiles y militares, Sr. Alcalde en funciones, corporación municipal, Sra. Jueza, Capitán de la GC, Jefe de la Policía Local.

Queridos hermanos y hermanas en el Señor,

Con la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, la Iglesia presenta ante el mundo, que Jesucristo, lejos de abandonarnos, se ha quedado en el misterio de generosidad, fraternidad, amor, pasión, muerte y resurrección que es la Eucaristía.

Cada uno de nosotros tendríamos que preguntar ¿qué significa Corpus Christi para mí? ¿Para cada uno de nosotros? Si rememoramos en el tiempo y nos quedamos en lo externo, vemos que era un día de fiesta, donde los olores, los sonidos, los colores, la alegría expresaba parte de nuestro interior. Esperábamos el pasar del Señor por nuestras calles. Engalanábamos las fachadas por donde iba a pasar la procesión, los balcones se vestían con los mejores mantos, y de cuando en cuando un altar como expresión de la fe de un pueblo que se siente acompañado y querido por la presencia de Dios en medio de sus avenidas. Se le saludaba a Cristo en las calles como a una autoridad de la ciudad, como a la autoridad suprema, como al Señor del mundo…

Intentamos que esta manifestación visible, externa, sea reflejo de aquello que vivimos por dentro. El ver a Jesucristo por las calles de nuestra ciudad de Guadix, nos ha de llevar a cuestionarnos por el amor que como cristianos tenemos que desprender. Es el amor de los amores –cantamos- el que pasa delante de nosotros. ¡Algo tendrá que suponer en nuestra vida!.

San Marcos en el evangelio que acabamos de proclamar, nos relata la última cena. Palabras que no nos son ajenas y que repetimos cada vez que nos reunimos en comunidad para celebrar la Eucaristía: «Tomad y comed… Tomad y bebed…» Jesús sabía que era la última presencia física de Él, en la comunidad. Sabía que empezaba su calvario, y sabía que terminaba su presencia humana entre nosotros. Por ello quiso dejarnos este memorial de la presencia de Jesús en medio de su pueblo. «Cada vez que lo hagáis estaré yo en medio de vosotros hasta el fin de los tiempos» (Cfr 1 Cor 11,25).

Memorial es hacer memoria del pasado, actualizando en el presente y proyectándolo al futuro. Y esto es lo que hacemos cada vez que participamos de la Eucaristía. Recordamos aquel momento de intimidad con el Maestro, traemos nuestra vida, la iluminamos con la Palabra y nos proyecta hacia la vida que deseamos y anhelamos como cristianos.

La profundidad de las palabras pronunciadas por Jesús, implican la donación total de un Dios que toma parte de nuestra condición con todas sus consecuencias. Se parte y se reparte, se fracciona para ser alimento de comunión.

San Buenaventura en el siglo XIII lo expresa maravillosamente: «Contempla qué hermosamente está contenido Cristo debajo de estas dos especies (…) Pues el pan significa aquel cuerpo triturado, molido y amasado en la pasión, cocido y asado con el fuego del amor divino en el horno y ara de la cruz. Y el vino significa la sangre, que fue exprimida en el lagar de la cruz…» Preciosa expresión: trigo triturado y uvas exprimidas que dan paso a harina que en masa hará el pan y al jugo de la uva que fermentará para ser vino.

Aquí hay mucho de dejarse hacer, de menguar para que el otro crezca. El papa Francisco en su última Exhortación nos habla de la humillación como camino a la humildad y a la santidad.

«La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo, ése es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2,21).» Gaudete et Exsultate, 118.

Precisamente Jesús se humilla, se abaja, deja de ser Él para ser nosotros, o mejor dejamos de ser nosotros para ser Él. Se hace «buen pan» para nuestra vida. Se deja triturar, se deja comer. En la Sagrada Escritura, el pan es don de Dios y símbolo y resumen de toda necesidad. El que carece de pan, carece de todo. Es alimento, fuerza, medio de subsistencia. Pero también, este don de Dios requiere del esfuerzo laborioso del hombre al que Dios ha dado la tierra que produce frutos. Y algo muy importante en el simbolismo del pan es su mediación para la comunión (común-unión entre los seres humanos). El pan que une a los hombres en la mesa como familia.

Toda esta fiesta tiene su lectura práctica para nosotros. Comemos del pan de vida, participamos de la Eucaristía y como consecuencia hemos de compartir la misión de Jesús. Si Él se deja comer para fortalecer con su alimento a quien lo tome, nosotros hemos de dejarnos partir, comer por quien necesite de nuestra ayuda. Hemos de rebajarnos, hemos de perder para ganar. No suena bien en nuestra lógica, pero es que la lógica de Dios es distinta a la lógica humana. Desde luego, cuando cambiamos y aceptamos lo que Dios nos pide, cuando nos abandonamos a aquello que el Señor nos solicita, nuestra vida cambia, y para bien. Os lo puedo asegurar.

Hoy, en nuestra sociedad, en nuestras calles hay hambre de fraternidad y justicia. Nuestros ojos, en cuanto saltamos a ellas, se encuentran con dramas en mil rostros de pobreza que reclaman nuestra atención.

Hoy, Jesús el “pobre” (tal vez disimulado en custodia) avanza por plazas y cuestas, calles y encrucijadas de nuestros pueblos y ciudades para dejarse aclamar pero, también, para que no olvidemos que la Eucaristía es fuerza que nos impulsa hacia el bien. Pero no es una fuerza cualquiera. No es solidaridad simple y a veces interesada.

El Corpus Christi nos hace caer en la cuenta de que el amor cristiano no entiende de colores ni de ideologías y que, incluso también hacia el enemigo, ha de ir volcado nuestro amor porque también Cristo, en su primera custodia de madera (la mesa de Jueves Santo) quiso que su afecto llegase incluso al que más tarde le traicionó.

Esa es la diferencia entre solidaridad y caridad. La solidaridad, centrada en el humanismo, tiende a doblegarse, cansarse y agotarse. La caridad, sustentada en el amor divino, es (como dice San Pablo) un amor sin límites, que a veces cuesta ofrendarlo pero que –cuando se da- más se aumenta y más satisfacción produce.

Hoy, al llevar a Cristo Sacramentado por nuestras calles, decimos al mundo que somos muchos los que creemos en un amor sin más adjetivo que eterno.

Mirad la implicación que tiene la solemnidad de hoy. Seamos sensibles a la necesidad de nuestro mundo, veamos a nuestros hermanos más necesitados. Hoy la Iglesia celebra el Día Nacional de Caridad. El lema de este año es «Tu compromiso mejora el mundo». Estamos llamados a abrir nuestra vida a la fraternidad. Cuando compartimos desde Cristo, la solidaridad se convierte en caridad, y, más allá de ser un hecho ocasional, se presenta como un gesto vital de amor entregado.

El Día Nacional de la Caridad es una jornada para agradecer la vida entregada de tantos voluntarios que trabajan y dan sentido a este compartir generoso y entregado por los demás. También es un día para reconocer la labor de los trabajadores de Cáritas, que se sienten llamados a dedicar su tiempo y su vida, sin medida, al servicio de los más pobres. El Señor, como dueño de la viña, sabrá corresponder con generosidad sus desvelos y preocupaciones.

Y, por último, es un día para agradecer el compromiso de todos aquellos que sentís la exigencia y la necesidad de compartir con los más pobres y lo hacéis desde la oración, pero, también, compartiendo vuestro tiempo y dinero con los más necesitados.

Sin un compromiso efectivo, afrontando económicamente el costo de los proyectos que se llevan a cabo, estaríamos aplicando solo paños calientes al enfermo que reclama nuestra atención, porque su vida depende de nosotros.

Pidamos al Señor por mediación de María, que sepamos ver a Cristo cada día en la Eucaristía, que nos alimentemos de él y nos haga sensibles a las necesidades de nuestros hermanos más débiles. Que así sea.

Guadix a tres de junio de dos mil dieciocho

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo

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